MANUEL AGUIRRE ROCA [2]
Son muchas las razones que explican la pobrísima actuación del Tribunal de Garantías Constitucionales (TGC o Tribunal) a través de sus decepcionantes nueve años de vida; y ya es un lugar común, en efecto, decir que el Tribunal, como cuerpo colegiado, ha resultado un estrepitoso fracaso. Entre las razones que más han gravitado en la decepcionante ejecutoria del Tribunal, sobresale una muy poco conocida y que, justamente, es la que motiva esta nota, ya que resulta la peor de todas —se trata, como se verá más adelante, del aberrante manejo del instituto de la «casación»—. Antes de abordar el tema, empero, pasaremos rápida revista a las causas del fiasco más conocidas, empezando por la del funesto sistema de los nombramientos de los miembros del TGC.
Los nombramientos
Una de las razones del fiasco radica en que el sistema de designación de sus miembros se presta fácilmente al favoritismo político o compadrero, a influencias incovenientes y a manipulación. Por ese camino, en efecto, han llegado al Tribunal muchos que no debieron llegar y no lo han hecho, en cambio, muchos con sobrados méritos y capacidad para actuar en él. Se cumple, pues, respecto del Tribunal, aquello de «[n]o son todos los que están, ni están todos los que son». Hace ya algunos años —de paso sea dicho— que la mayor parte de sus magistrados son correligionarios de un mismo partido político —por lo menos ideológica e históricamente, ya que no pueden ser magistrados y miembros activos o militantes—, sin que sea difícil imaginar la peligrosa influencia que ello ha debido de tener en la conducta del alto organismo y, sobretodo, en la mayoría de sus pronunciamientos, tan criticados como, en verdad, lamentables.
Las 50 000 firmas
Es sabido que el requisito de las cincuenta mil firmas (50 000) para habilitar las demandas de inconstitucionalidad hace prácticamente imposible que se escuchen en ese recinto las voces del pueblo. En efecto, en nueve años —que se cumplirán el entrante 19 de noviembre— nadie ha podido recolectar ese absurdo número de rúbricas, que más parece —y como tal ha oficiado— una barrera que una puerta. Javier Valle Riestra ha comentado que, p.e., ni el partido aprista, pese a su enorme clientela política y a su notable organización, pudo conseguir esas firmas para formular la célebre demanda que originó el famosísimo caso de los votos nulos y blancos; asimismo, en tal coyuntura, se tuvo que hacer malabares para conseguir, con el apoyo de la variopinta gama ideológica del Congreso de la República, las sesenta (60) firmas de la Cámara Baja que hicieron posible la iniciación del correspondiente juicio.
Atribuciones raquíticas
No se ignora, tampoco, la inconveniente limitación de las atribuciones (desconcertantemente raquíticas) del Organismo, reducidas a solo casaciones y declaraciones de inconstitucionalidad, cosa que restringe enorme y torpemente el posible ámbito de sus funciones —que, como se sabe, en otros lares son mucho más amplias, abarcando, entre otras cosas, facultades para dirimir competencias entre Poderes Públicos, y también, por ejemplo, para ventilar los juicios políticos de los más ahos funcionarios—.
No hay dirimentes
Existen, por cierto, muchas otras deficiencias que contribuyen a esterilizar o menoscabar el trabajo del TGC. Para abreviar, ahora señalaremos solo algunas más, comenzando por la del fatal requisito de los cinco votos para resolver los recursos de casación, así como la de los seis para sentenciar las demandas de incostitucionalidad. Un impresionante número de casos ha quedado sin resolver por culpa de tan exageradas exigencias, y, a mayor abundamiento, habida cuenta de la ausencia del mecanismo —ecuménico e indispensable en derecho procesal— del voto dirimente en el TGC (otra absurda e inexcusable deficiencia de la Ley N.° 23385). Ha habido, en efecto, cualquier cantidad de acciones de amparo y hábeas corpus no resueltas por la falta de los cinco (5) votos concordantes; y, en lo que se refiere a las demandas de inconstitucionalidad, ¿quién puede olvidar que la epónima causa de los votos nulos y blancos, y aquella, no menos importante, del llamado «voto preferencial», no pudieron resolverse —lo mismo que dos demandas más— por la falta de los seis votos concordantes? (solo una de las seis acciones que se vieron, mientras yo estuve en el TGC, alcanzó la anhelada suma, y pudo, pues, ser sentenciada).
Ambigüedades e imprecisiones
La mencionada Ley N.º 23385 o Ley Orgánica del TGC (LOTGC), promulgada el 19 de abril de 1982, contiene, además, lo mismo que la de Hábeas Corpus y Amparo (de enorme gravitación, evidentemente, en los pronunciamientos del TGC), imprecisiones y ambigüedades paralizantes o provocadoras de discrepancias aún no dilucidadas, y que, obviamente, tampoco facilitan el cumplimiento de los objetivos del Tribunal (piénsese, p.e., en la interminable polémica en torno a los incisos 1 y 2 del artículo 6 de la Ley de hábeas corpus y amparo, N.º 23506, promulgada el 07 de diciembre de 1982, y relativos a los «procedimientos judiciales regulares», y a la denominada «irreparabilidad» del derecho constitucional lesionado, o en el régimen del artículo 28, especialmente inciso 2, de la misma Ley N.° 23506; o, para abreviar, en los artículos 3, 4, 9, 16, y 47 de la Ley N.° 23385, generadores, también, de hondas controversias y de problemas funcionales, jurisdiccionales y administrativos, sumamente importantes y graves).
¿El gato despensero?
Y, para colmo de males, tres de los magistrados del TGC son nombrados por la Corte Suprema (Sala Plena, claro está), a pesar de que cerca del 99 % de los casos que llegan al alto organismo se trata nada menos que de fiscalizar y anular («casar») las resoluciones de la Corte Suprema, es decir, expedidas por quien nombra al tercio de los miembros del Tribunal. ¿No hay aquí un problema del tipo «gato despensero»? Mi larga experiencia como magistrado del Tribunal (1982-1989) me dice que sí, que sí lo hay, y que mientras la sicología del ser humano no cambie radicalmente, seguirá habiéndolo, sobre todo en tanto subsista la posibilidad de la reelección por la misma Suprema. En efecto, nadie ignora que todos los magistrados elegidos por dicha Corte (y también algunos no designados por ella, sino por otro elector) pretendieron —excepto uno—, al término de sus mandatos, ser reelegidos por ese cuerpo colegiado. El aferramiento al cargo fue tal que por lo menos uno de ellos no tuvo inconveniente en invocar (¡y de ello hay prueba escrita!), como fundamento de sus aspiraciones, sus votos a favor de las resoluciones de la Suprema cuestionadas, precisamente, ante el TGC: ¡Como si el cometido de este organismo no fuese el de fiscalizar a la Suprema, sino, al contrario, el de defenderla, avalando o bendiciendo sus resoluciones! ¿Y, lo reeligió la Corte Suprema? Por supuesto que sí; y sin convocar a concurso; y entre gallos y media noche; y con velocidad supersónica y ostensible complacencia (y haciendo, además, la vista gorda —de paso sea dicho— del fraudulento sorteo de los miembros del TGC, llevado a cabo, clandestinamente, en Arequipa, el primero de febrero de 1985, y que luego fuera, como se sabe, anulado, en ejemplar decisión, por el Congreso de la República).
Suprema «complaciente»
Puede uno preguntarse si los magistrados que pretendieron ser reelegidos por la Corte Suprema (y de los cuatro que lo pretendieron, tres lo lograron, pues solo el principal autor del sorteo fraudulento —mencionado en el párrafo precedente— no lo consiguió, pese a sus intensas gestiones para lograrlo) se habrían decidido a hacerlo, si no hubiesen estimado que se habían «portado muy bien con ella», es decir, que habían sido especialmente «considerados» en materia de casación. Y también puede uno preguntarse si es concebible que, de haber sido severos y «casaderas» —es decir, «antipáticos»—, la Corte los hubiese reelegido, tal como sí lo hizo, con la sola excepción anotada (y valiéndose, para ello, y más de una vez, de procedimientos criticables, según es del dominio público). Estas razones —y algunas otras— han conspirado, evidentemente, contra el rendimiento del Tribunal. Pero, con una excepción, todas ellas son bastante conocidas y algunas han sido señaladas y criticadas públicamente, ad nausseam, en diarios, revistas y órganos especializados, sobretodo por los expertos en estas materias (excepción hecha, lamentablemente, de la que se origina en la harto peligrosa designación de tres magistrados por la Corte Suprema, que, empero, es tal vez la más deletérea de todas las reseñadas —tanto más cuanto que la Suprema, según se ha indicado, puede reelegir—, y de la que esperamos poder ocuparnos, en profundidad, en otra ocasión).
La Razón principal
Aquí no insistiremos, ahora, según ya se anticipó, en tales razones, sino que vamos a señalar una más; pero una que, a nuestro juicio, es la principal, la que más ha pesado en la triste y decepcionante ejecutoria del TGC, y aquella sin la cual, en verdad, pese a los demás factores negativos, la labor del Tribunal pudo haber sido eficaz, provechosa —y dentro de su limitado ámbito hasta luminosa, por qué no decirlo—. Nos estamos refiriendo a una razón que es total y exclusivamente imputable al errado y funesto criterio de la mayoría de sus magistrados, y que, sin embargo, no parece haber sido advertida por los expertos, sino acaso de pasada, muy esporádicamente, y sin que jamás, infelizmente, se haya puesto en el tema el énfasis que su tremenda importancia merecía y merece. Esta especie de miopía de la critica especializada duplica —a mi entender— la enorme importancia que reviste el estudio de la materia. En algunas notas sueltas, aparecidas en diarios y revistas, y especialmente en las de carácter polémico que me he visto obligado a publicar, a lo largo de los últimos años, con frecuencia para defenderme de las salpicaduras y los lodos procedentes de ataques indiscriminados, y muchas veces descomedidos y lo infundados, suscritos por comentaristas superficiales e irrespetuosos, respecto del Tribunal (aunque no de mis votos singulares —es cierto— sino de los pronunciamientos de las mayorías del TGC); he tenido que señalar y comentar el asunto que ahora trataré con mayor extensión y profundidad.
¿Cuál es, pues, la razón principal del estrepitoso fracaso del TGC?
Aclaremos, ab initio, que en este artículo nos vamos a referir solo a la función casatoria del TGC, ya que ella se ha debido ejercitar en cerca del 99 % de los casos llegados a su jurisdicción. Las demandas de inconstitucionalidad han sido escasísimas y apenas representan el uno o el dos porciento de los asuntos que ha conocido el Tribunal. En otra ocasión nos ocuparemos de ellas. La razón estriba, sencillamente, en una obstinada obcecación de las mayorías sucesivas de sus magistrados, que consisten en no comprender —o en un no querer entender— que su misión es casatoria, y que tal cometido es muy distinto del que consiste en emitir resoluciones de mérito, es decir, entre otras cosas, muy diferente del que corresponde, todo considerado, al Poder Judicial. Obnubilación, esta, tanto más reprochable y grave, cuanto que, como se sabe, la diferencia entre esas dos funciones es enorme —abisal, en verdad—, y no solo con arreglo a la esencia jurídica e histórica del instituto casatorio, sino, específicamente, de conformidad con la LOTGC (especialmente artículos 43 y 46) y con la propia Constitución Política que creó el TGC.
Las acciones de garantía
Puedo dar fe, no sin pena, de que durante siete largos años traté (casi siempre en vano, por desgracia) de explicar a mis excolegas que en los casos de amparo y hábeas corpus (que representan cerca del 99 % de las causas vistas) no podían actuar como cuarta instancia, sino como órgano de casación, es decir, que no les tocaba pronunciarse sobre los fundamentos, la procedencia o la bondad de las demandas de amparo y hábeas corpus, sino sobre el mérito y la solidez de las sentencias o resoluciones judiciales recurridas (casi siempre, aunque no necesariamente siempre, procedentes de la Corte Suprema). Creo que muy pocos lo entendieron. ¿O será, como reza el dicho, que «no hay peor sordo que quien no quiere o ir»? Había, inclusive, quienes casi siempre incurrían en el gravísimo e inexcusable dislate (desnaturalizador —precisamente desnaturalizador— de la misión del TGC) de pronunciarse, virtualmente en forma directa (y a veces sin el menor disimulo o escrúpulo), sobre las demandas de amparo y hábeas corpus, y no, como lo manda la ley, sobre la resolución judicial elevada por el correspondiente recurso de casación, es decir, sobre lo que constituye su materia propia, en verdad, su razón de ser. Y, para mal de males, tales magistrados lograban, también casi siempre, el apoyo cuasimecánico de una mayoría que solo parecía interesada en soluciones fáciles y cómodas, de esas que no obligan a revisar cuidadosamente las resoluciones recurridas en casación ni, por tanto —y aquí puede estar la «madre del cordero»—, a enmendarle la plana a la Corte Suprema, gran elector, y reelector complaciente, del tercio de los miembros del TGC.
La Sanfasón
Varios de mis excolegas (la mayoría) jamás dieron muestras de haber desarrollado el sano hábito de examinar los expedientes (algunos tenían la costumbre, antes bien, de evitar, inclusive, su lectura). Recuerdo que, ante mis observaciones y llamadas de atención, y como haciéndose portavoz de todos ellos, uno de los más caracterizados del grupo con tan escasa vocación por el estudio y la lectura, tuvo la sanfasón de alegar que el examen de los legajos —y aun su lectura— no era necesario para los «jueces experimentados», ya que, por ejemplo, a él le bastaba la exposición del ponente para formar opinión y votar las causas (¡!). Lo que olvidó tan «talentoso» magistrado es que muchos ponentes, con harta frecuencia, apenas resbalaban sobre los expedientes, sin examinarlos con la acuciosidad que Dios manda —o, de lo contrario, sin entenderlos—, como pude comprobarlo, no sin asombro y hasta con vergüenza, en múltiples ocasiones.
El liderazgo de los «iluminados»
En este orden de cosas, «destacaban» dos magistrados que trataban siempre de poner fin a los debates suscitados por los recursos de casación (debates que rara vez se producían, porque la mayoría, o no estudiaba los expedientes, o, sencillamente, siempre estaba predispuesta a votar por «la no casación»), exhortando a sus colegas a determinar, antes que nada —como quien corta el nudo gordiano—, si las demandas de amparo o de hábeas corpus estaban bien fundadas, es decir, si realmente se apoyaban en la violación —o amenaza de violación— de algún derecho constitucional (¡!). Con aires de descubridores de la pólvora o de «iluminados», esos excolegas sostenían, tozudamente, que si la respuesta a tal interrogante era negativa, la casación estaba de más. Los «iluminados» olvidaban, desgraciadamente, lo más importante, o sea, que la finalidad del TGC, en lo que se refiere a los recursos de casación, no es pronunciarse sobre las acciones de amparo y hábeas corpus, sino sobre las resoluciones supremas recurridas y, claro está, sobre la corrección del procedimiento seguido ante el Poder Judicial, desde el momento de la formulación de la correspondiente demanda, según con toda claridad y meridiana precisión lo mandan los artículos 43, 46 y concordantes de la LOTGC.
El enfoque fatal o quid pro quo
Pero fue así, dejándose guiar por ese planteamiento «genial», tan simplista como desnaturalizador de su función, como el TGC avalaba fallos judiciales (casi siempre supremos) aberrantes, como si —tremendo e inexcusable despropósito— su misión consistiera en «mandar al tacho» las acciones de garantía que, a su propio criterio, carecieran de fundamento suficiente, y no —como la ley lo exige— en fiscalizar las resoluciones recurridas, así como la corrección formal de los procesos constitucionales correspondientes. Este es el terrible quid pro qua que tanto daño ha hecho —y parece que sigue haciendo— al TGC, y que, en verdad, ha pervertido su conducta funcional y ha dado al traste con su cometido, y con las correspondientes esperanzas de los justiciables y del país mismo. ¿Cómo es posible —me lo pregunto una y otra vez— que la crítica no lo haya detectado?
El esquema silogístico
La tan peregrina como errada óptica podría sintetizarse diciendo que la mayoría del TGC solía discurrir, grosso modo, con arreglo al siguiente esquema silogístico: a) Las acciones de garantía (demandas de amparo y hábeas corpus) tienen por objeto la defensa de los derechos constitucionales; b), por tanto, si en ellas no se prueba la violación o la amenaza de violación de un derecho constitucional, procede desestimarlas; y e), en consecuencia, —¡oh terrible y nefasta «consecuencia»!— las resoluciones llegadas en casación no deben revocarse («casarse»), cuando en los autos correspondientes no se demuestre el atentado (violación, lesión o amenaza) contra algún derecho constitucional, aun cuando en dichas resoluciones recurridas aparezcan las causales de casación que contempla la Ley Orgánica del TGC. Este deplorable y aberrante razonamiento ha llevado al TGC a no casar —traicionando, así, lo más importante de su finalidad— numerosísimas resoluciones supremas que debieron casarse, ya por contener «violaciones de ley», ya por incurrir en ‘1alsa o errónea aplicación de la ley», ya por avalar «infracciones de procedimiento» ocurridas en los correspondientes expedientes de amparo o de hábeas corpus; no obstante que, en tales cuatro supuestos, los artículos 43 y 46 de la Ley Orgánica del TGC exigen categóricos pronunciamientos casatorios, sin que interese, para tal efecto, saber si las correspondientes demandas de amparo o hábeas corpus están o no bien fundadas, porque, como se sabe, el TGC no nació para resolver demandas de hábeas corpus y amparo, sino para fiscalizar a la Corte Suprema, según fluye, sin lugar a ninguna duda, del correspondiente debate constitucional, para no hablar ya del apodíctico y meridiano texto de su categórica ley orgánica.
Consecuencias deplorables
La consecuencia de esta orientación (o, mejor dicho, desorientación) no pudo ser más negativa, puesto que, por tal camino, el TGC como que se «liberaba» de la gravísima obligación de fiscalizar a la Corte Suprema y de generar la correspondiente jurisprudencia, en torno, precisamente, a los requisitos que deben satisfacer la resoluciones judiciales (especialmente si proceden de la Suprema y recaen en procedimientos constitucionales), so pena de incurrir en violaciones de la ley o de la Constitución que las anulen y las priven de toda eficacia jurídica. Y así fue como el Tribunal, claudicando, resultó no un severo fiscal, sino un dócil sacristán, y defraudó constantemente las esperanzas depositadas en él por tantos litigantes como allí llegaron, quejándose, tantas veces y con tanta razón, de fallos inaceptables del Poder Judicial, y reclamando, solo y exclusivamente, el respeto de sus derechos constitucionales y de las garantías del «debido proceso», tan frecuentemente conculcados en los fallos de la propia Corte Suprema.
El daño es enorme
La situación es más grave de lo que se piensa, ya que tan insólito «criterio» no solo provocaba el incumplimiento del cometido «nomofiláctico» y permitía, según se ha indicado, dejar incólumes a numerosas resoluciones supremas que exigían fallos casatorios (frustrando, de paso, las justas expectativas de tantos maltratados justiciables y permitiendo, y aun fomentado, la formación incontrolada de una jurisprudencia judicial insalubre y corruptora), sino que inducía a penetrar, como cuarta instancia (y cuando, por la naturaleza del caso, ello no correspondía ni siquiera en forma indirecta, ni era lícito), en el examen de los fundamentos de las acciones de garantía, y a declarar —casi siempre equívocamente, o sin fundamento atendible y/o debidamente sustentado, o, aun, dogmáticamente y sin argumentación alguna— que no se había acreditado, en los autos de amparo o hábeas corpus correspondientes, la violación o la amenaza de violación de derecho constitucional alguno (cuando, como se sabe, esta facultad le está reservada al Poder Judicial, y solo, pues, puede ser ejercitada por el TGC en la medida de lo indispensable para fiscalizar el fallo eventual que, sobre ese punto y esa materia, emita la Suprema, y cuando lo emita). Por tan torcido y degradante sendero, el TGC no solo defeccionaba y usurpaba atribuciones del Poder Judicial, sino que generaba, él mismo, una jurisprudencia miasmática que, desgraciada e incomprensiblemente, la crítica especializada («tegecista») no ha advertido, no parece interesada en corregir, o, tal vez, no se ha preocupado en calibrar, pese a su tremenda dimensión y a su tan ostensible como escandalosa presencia.
El error al revés: otro error
Curiosamente, y al revés, así como esta autodestructora actitud, de «cuarta instancia», con frecuencia conducía a no casar lo que debía casarse; a veces inducía a casar lo que no debía casarse, o, mejor dicho, a casar lo que debía serlo, pero por las razones incorrectas. Me explico: por ejemplo, en los célebres casos que enfrentaron a) a la Compañía Cervecera del Sur S.A. con el Consejo Provincial del Cusca (la sentencia casatoria del TGC se expidió el 2 de diciembre de 1985, y se publicó en El Peruano, el 16 de diciembre de 1985); y b) al entonces Fiscal Supremo, Dr. César Elejalde Estenssoro, con el entonces Contratar de la República, lng. Cussianovich (la sentencia del TGC se expidió el 13 de febrero de 1986, y se publicó en El Peruano el 18 de marzo de 1986); en esos dos célebres casos, digo, pese a que la Suprema desestimó ambas acciones de amparo —calificándolas, indebidamente, cierto es, de «improcedentes»—, aduciendo que los demandantes no hablan cumplido con agotar la vía previa; la mayoría del TGC casó las resoluciones supremas, pero lo hizo entrando en el estudio del fondo, es decir, en el aspecto del problema que la Suprema no había siquiera examinado (por considerar, precisamente, «improcedentes» las respectivas demandas), y declaró, por si y ante si, que sí se habían vulnerado los derechos constitucionales invocados en ambas acciones, usurpando, pues, descaradamente, funciones propias de la Corte Suprema, y actuando, consecuentemente, como cuarta instancia judicial, y no como órgano de casación.
Dejé constancia
En mis votos singulares, en ambos casos, tuve que dejar constancia de mis profundas discrepancias con tan desdichados fallos; hice ver que el pronunciamiento del TGC usurpaba —en ambos casos— funciones del Poder Judicial; y recordé que si la Suprema no había conocido de la pretensión misma, por considerar «improcedente» la acción —es decir, sin título para acogerse a la vía constitucional del amparo—, lo más que podía hacer el TGC era disponer que la Suprema, tomando conocimiento de dicha pretensión, se pronunciara sobre ella; pero jamás pronunciarse, él mismo, sobre dicha pretensión, y menos antes de que lo hiciera la Suprema, pues el Tribunal es juez de las resoluciones supremas, antes que de acciones o casos. Y hubo, como se recordará, otro Magistrado que se adhirió a mi criterio: uno que había sido juez de carrera toda su vida, y que había llegado a desempeñar la presidencia de la Corte Suprema hasta en dos oportunidades. Este magistrado, que también fue presidente del TGC, solía dejarse arrastrar por el enfoque funesto que se expone y critica en esta nota; pero frente a pronunciamientos tan clamorosamente inaceptables como los dos que acabamos de glosar, su sentido común, por lo visto, lo llamó al orden. Lástima que ello ocurriera solo muy de vez en cuando.
Los votos singulares
Por esta razón, en una elevada proporción de las causas de hábeas corpus y amparo, según es ya bien 11 conocido, el suscrito se vio precisado, a lo largo de más de siete (7) años, a emitir, sistemáticamente, votos singulares y discrepantes (en tal vez más del 90 % de ellas) de los de las mayorías del TGC; votos en los cuales siempre recordaba y recalcaba que la tarea del Tribunal no es de cuarta instancia, sino de casación. Hubo, es justo señalarlo (aunque, lamentablemente, en distintas épocas), algunos otros magistrados que entendieron la misión y que, consecuentemente, emitieron, con alentadora frecuencia —aunque, en algunos casos, y sobre todo al principio de sus funciones, con algunas vacilaciones—, bien fundados votos singulares y casatorios. No doy nombres para no incurrir en injustas omisiones, indeseadas e indeseables; pero entre ellos no puede dejarse de mencionar a Jaime Diez Canseco Yáñez, infatigable defensor de los fueros del TGC.
Los «críticos especializados»
De lo dicho, se desprende lo mucho que, en la pobrísima, y tantas veces no solo estéril sino contraproducente actuación del TGC, ha influenciado la orientación, muy poco acuciosa y nada perspicaz, de buena parte de la llamada «crítica especializada», que (salvo honrosas excepciones, obviamente) ha parecido frecuentemente más interesada en repartir palos indiscriminados, a diestra y siniestra, que en analizar los pronunciamientos con espíritu científico y constructivo. Hay comentaristas que inclusive se suelen tomar la libertad de agraviar con generalizaciones carentes de sindéresis, en lugar de darse el trabajo de analizar los votos de los magistrados, para estar, así, en condiciones de distinguir la paja del trigo y de opinar con autoridad, así como de contribuir, consecuentemente, a enrumbar, en el buen sentido, la labor del TGC.
Los «tegecistas» decepcionan
Si los comentaristas hubiesen hecho lo que debían: examinar a fondo los fallos y, sobre todo, señalar aciertos y errores, estoy seguro de que los magistrados del TGC —aun los más ideologizados, politizados, y menos preparados— habrían terminado por escuchar, corregirse y enmendar derroteros. Lejos de ello, desgraciadamente, la mayoría de nuestros jurisperitos «tegecistas» (algunos más catones que zoilos, pero otros más zoilos que catones) parecen más interesados en su propio lucimiento y en grandilocuencias y frases lapidarias y huecas que en darse el trabajo de descender del Olimpo de la prosopopeya al llano de la realidad, es decir, del juego de la pirotecnia verbal y de los lugares comunes al análisis objetivo, técnico y constructivo de las resoluciones del TGC, y, sobre todo, al examen de los votos singulares de sus miembros que, al discrepar de los enfoques y análisis desnaturalizadores y adocenados de las correspondientes mayorías —y poner, así, el dedo en la llaga, destacando, por contraste, e1 exacto perfil del problema—, dan las pautas precisas e indispensables y sientan los precedentes jurisprudenciales que deben servir para encauzar, en el sentido correcto y fecundo, la labor del Tribunal.
Lástima, pero hay remedio
Es deplorable, en efecto, que, salvo tal vez las honrosas excepciones de una que otra glosa del colega Domingo García Belaunde y de algún apunte de algunos otros expertos en la materia (a quienes prefiero no nombrar, para no incurrir en alguna injusta e indeseable omisión), la crítica no haya sabido apreciar ni destacar la labor esforzada y sistemática de los magistrados diligentes que, con sus votos singulares, han ido creando una jurisprudencia tan importante como constructiva, perfectamente apta —indispensable, en verdad— para entender lo que ocurre en el TGC y para trazar el derrotero correcto que debe seguir dicho organismo.
¡Colmo de colmos!
No estará de más, a estas alturas y antes de poner punto final al presente artículo, recordar que —¡colmo de los colmos!— hay, entre los colegas «tegecistas» o muy dados a escribir y a pontificar sobre el TGC, algunos que han llegado a criticar y atacar, como expresión negativa (¡ !), los votos singulares que, discrepando del enfoque fatal y desnaturalizador de los fallos de las mayorías, han sabido cumplir, pese a quien pese y duela a quien duela, con la augusta función «nomofiláctica» y de fiscalización de las resoluciones del Poder Judicial, incluyendo, por cierto, a las de la Corte Suprema. Y es que ya es el colmo de los colmos y de la injusticia que esos «expertos» se lamenten de la falta de «trabajo de equipo» (falta que dizque reflejan los votos singulares que tanto los «perturban») cuando lo que lamentablemente ha sobrado en el TGC son no solo los «equipos», sino también las «patotas», desaprensivas y descarriadas, tan proclives —ya lo dice la misma estadística— a avalar y santificar las resoluciones supremas, aun muchas de las más impresionantemente vulnerables o aberrantes. Y lo que ha faltado, en cambio, ha sido, precisamente, menos «equipo», es decir, más independencia de criterio, más celo profesional, más preparación y sensibilidad jurídica, más diligencia, más sentido de responsabilidad, más vocación por el estudio y afición a la lectura de los expedientes, y más —muchos, pero muchos más— votos singulares. Considérese, por otro lado, que todo ataque a los votos singulares —así sea el indirecto que se inspira en el afán de promover un trabajo «de equipo»—, aparte de la enorme injusticia intrínseca que entraña, y de la inexcusable miopía que trasunta, indirectamente avala (o crea, fatalmente, la fea impresión de hacerlo) las inconsecuencias, las torpezas y los despropósitos de las resoluciones de las mayorías que, precisamente, hemos señalado en este artículo, y que constituyen la causa principalísima del fracaso y de la imperdonable defección del Tribunal.
Todo tiene remedio
Esperemos que las cosas cambien pronto —pues todo tiene remedio—, así como que se aprovechen y potencialicen los valiosísimos aportes de esas voces que claman en el desierto. Allí, en efecto, mucho más que en los comentarios de tantos expertos y «expertos», están —según se ha indicado— las semillas del buen funcionamiento y de la cabal justificación del TGC en el marco jurídico nacional. Y ojalá que nuestros jurisperitos «tegecistas» se decidan a abordar la materia examinada en esta nota —sobre todo, a darle la importancia enorme que tiene—, y que, difundiendo el mensaje y analizando el tema, logren enmendarle el funesto derrotero al TGC, haciendo ver a sus magistrados que ellos no son cuarta instancia, sino órgano de casación; y, por tanto, deben casar las resoluciones judiciales recurridas, siempre que en ellas se den los supuestos de los artículos 43, 46 y concordantes de la Ley de hábeas corpus y amparo, aunque no se hayan acreditado, a su juicio, en las correspondientes acciones de garantía, las violaciones o las amenazas de violación de los derechos constitucionales en juego. Mientras ello no ocurra, el TGC seguirá siendo una tremenda y muy triste decepción. Y no se justificará, ni con mucho, el enorme gasto que su existencia y funcionamiento le significa al erario nacional. Salvo mejor parecer.
Lima, 18 de junio de 1991.
[1] El presente articulo también ha sido publicado en: Aguirre. M. (1991). «La Razón Principal del Fracaso del TGC» En: Themis Segunda Época N.° 20, pp. 7-12. La Revista Peruana de Derecho Constitucional cumple con reconocer los créditos y agradece a Thēmis-Revista de Derecho y su Consejo Ejecutivo por su plena disposición para que el trabajo sea publicado en el presente número. El texto del artículo se ha reproducido como aparece en la obra original.
[2] Abogado. Exmagistrado del Tribunal de Garantías Constitucionales.