Manuel Aguirre Roca, juez de la constitución

EDGAR CARPIO MARCOS [1]


Manuel Alfredo Germán Aguirre Roca (en adelante, MAR) nació en Lima el 10 de julio de 1927. Fue el segundo hijo del matrimonio conformado por don Germán Aguirre Ugarte (1899-1969) y doña Josefina Roca de Zela (1902-1977). Realizó sus estudios escolares en los colegios de los Sagrados Corazones Recoleta, el Anglo Peruano y, cuando el matrimonio Aguirre Roca tuvo que trasladarse a Chosica por asuntos familiares, en el Santa Rosa —que entonces era dirigido por los padres agustinos—, donde culminó sus estudios secundarios en 1942.

Al año siguiente, MAR ingresa a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y, durante el año académico de 1943, lleva satisfactoriamente sus cursos de letras. En paralelo, es admitido en la prestigiosa Universidad de Harvard, por lo que decide suspender sus estudios en la Decana de América y trasladarse, en 1944, a los Estados Unidos de Norteamérica. Allí estudiaría durante los próximos cinco años y obtendría su Bachelor of Arts.

Tras retornar al país, MAR retoma sus estudios en San Marcos, inscribiéndose en su Facultad de Derecho. En los próximos tres años recibe clases de Raúl Porras Barrenechea, Jorge Basadre, José Jiménez Borja, José León Barandiarán, entre otros. Carlos Fernández Sessarego, entonces joven condiscípulo suyo, lo recuerda así:

Conservo de Manuel la imagen de aquella época, como la de un joven dotado de penetrante inteligencia, de una inquietud por profundizar los conocimientos recibidos, reflexivo como pocos, de una recia personalidad y con un especial buen humor. (2012, p. 195)

A finales de 1952, MAR participa en la huelga universitaria cuyo propósito era lograr que Pedro Dulanto, entonces rector de San Marcos, renunciara a su cargo. Los estudiantes sanmarquinos denunciaron que Dulanto carecía de credenciales académicas que respaldaran su designación como la más importante autoridad universitaria del país, y que su nombramiento era la recompensa con la que el general Odría premió al senador que organizó el ausentismo parlamentario que impidió la instalación del Congreso el 28 de julio de 1947, el cual a la postre fue uno de los detonantes del golpe de Estado contra el presidente Bustamante y Rivero.

Ante ello, el gobierno reacciona violentamente. La represión contra los líderes universitarios que encabezan la revuelta estudiantil obliga a MAR a hacer maletas, pero esta vez para salir rumbo al exilio.

La España de Franco fue el destino del ostracismo. Ni bien se instaló, MAR estuvo resuelto a retomar sus estudios de Derecho. Decide hacerlo en el más antiguo centro de estudios del país ibérico, la Universidad de Salamanca. Allí revalida algunas asignaturas y cursa aquellas otras que no siguió —o que no alcanzó a convalidar—, entre ellas: Derecho Procesal; Historia del Derecho; Filosofía del Derecho; Derecho Canónico; Derecho Internacional Público, y Derecho Internacional Privado, disciplina que lo cautivaría y marcaría su posterior especialización.

En paralelo a los cursos en los que participa como estudiante, le llama la atención el profundo mensaje que destila la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Su protocolización, en diciembre de 1948, desencadenó en los jóvenes estudiantes de la época un interés especial por el derecho internacional y, especialmente, por lo que después algunos denominarán el derecho de los derechos humanos, disciplinas por las que MAR —un alma curiosa y comprometida con la cultura de la legalidad— empezaría a sentir una disposición especial, que nunca abandonaría a lo largo de su vida profesional.

Tras culminar sus estudios de pregrado y licenciarse en Derecho en la Universidad de Salamanca, MAR contrae nupcias con su compañera de vida Herlinda Ibáñez Burga (n. 1932). Del matrimonio Aguirre-Ibañez nacerían sus 7 hijos: María Linda, María Helena, María del Pilar, Manuel Alfredo, Jaime Cid, María Guadalupe y Germán Gabriel.

Al siguiente año se traslada a París para continuar con sus estudios de doctorado, los cuales realiza durante los próximos tres años, en la prestigiosa Universidad de la Sorbona. En julio de 1957, obtiene finalmente el grado de docteur de l´Université de Paris.

Elaboró su tesis, Les fondements du droit international privé á la lumiere de l´analyse comparée de quelques aspects choisis des systémes juridiques francais et espagnol, bajo la dirección del eminente internacionalista Henri Batiffol, la cual fue aprobada con la mention très bien suma cum laude, entre nosotros —. Entre el jurado debatiente, se encontraban, además de su director de tesis, el historiador de ideas políticas Jean Chevalier y el comparatista René David.

A su retorno al país, MAR revalida su título en 1958 en la Universidad de San Marcos y, tras inscribirse en el Ilustre Colegio de Abogados de Lima, empieza el ejercicio de la profesión como parte del staff de abogados del Estudio Romero. Casi a la par, también inicia su periplo como docente en diversas universidades de la capital. De esta manera, la Pontificia Universidad Católica del Perú y la Universidad San Martín de Porres ostentan el privilegio de tenerlo entre sus profesores.

Su retorno al país significó también que reasumiera sus labores de periodista, cuyo ejercicio inició en 1950 en el recordado diario La Prensa, entonces dirigido por Pedro Beltrán. MAR, que practicó todos o casi todos los géneros periodísticos, consideraba a este como la «otra vía» revolucionaria —no de las armas, desde luego, sino la no transitada, la de la «verdad de los hechos narrados objetivamente»—.

Pronto la fama de MAR trascendería el ámbito periodístico y empezaría a destacar en el mundo del Derecho, especialmente, como un férreo defensor de los derechos humanos y de la institucionalidad democrática. De esta época datan las defensas que asume de periodistas atropellados en sus derechos por los gobiernos dictatoriales de la época, así como los hábeas corpus que promueve ante la persecución y deportación que sufren cientos de peruanos por el gobierno de facto de la época. Entre estos últimos, destaca el que presentó en favor del exministro de Justicia del primer gobierno de Fernando Belaunde Terry, Guillermo Hoyos Osores, a quien el régimen militar de turno pretendía juzgar sin respetar el estatuto constitucional que la Carta de 1933 garantizaba a los ex altos funcionarios de la República.

Años después, una vez restablecida la democracia, sus importantes pergaminos académicos y su «probada trayectoria democrática y en defensa de los derechos humanos» —como entonces se demandaba a los aspirantes a tribunos por el artículo 297 de la Constitución de 1979— le servirían para ser designado, en setiembre de 1982, como magistrado del Tribunal de Garantías Constitucionales (TGC).

Por entonces, de acuerdo con el artículo 296 de la Carta del 79, el TGC estaba integrado por 9 magistrados, de los cuales 3 eran elegidos por el Congreso de la República, 3 por el Poder Ejecutivo y 3 por la Corte Suprema de Justicia de la República, por un periodo de 6 años, y con posibilidad de ser reelectos. En el caso de MAR, que perteneció a la primera generación de magistrados del TGC, su designación fue realizada por el Congreso de la República con el voto conforme de 115 parlamentarios, que fueron obtenidos en votación de sesión conjunta de sus cámaras de senadores y de diputados.

MAR permaneció en el TGC hasta 1989, cuando venció su mandato. Unos años antes, sin embargo, se pretendió desapegarlo del cargo de manera fraudulenta. El pretexto que se empleó para comprenderlo en la razzia fue el mandato constitucional que establecía que el estatuto jurídico de los magistrados del TGC estaba sujeto a un régimen de renovación del cargo por tercios y cada dos años. Según la Segunda Disposición Transitoria de la Ley Orgánica del Tribunal de Garantías Constitucionales:

A fin de cumplir la exigencia de renovación por tercios dispuesta por el artículo 297 de la Constitución, el periodo inicial de designación de los magistrados del Tribunal se supedita al siguiente sistema: vencidos los primeros dos años, por sorteo separado, se renueva un tercio de los miembros designados por el Congreso, el Poder Ejecutivo y la Corte Suprema de Justicia y así sucesivamente al vencimiento del cuarto y sexto años.

Llegada la oportunidad de aplicarse por primera vez la cláusula de la renovación por tercios, desde la presidencia del TGC se estructuró un procedimiento clandestino y amañado con el objeto de deshacerse de los magistrados no afines y de los incómodos, entre los cuales se encontraba MAR.

A diferencia de algunos de sus colegas, en quienes la promesa de la reelección condicionó su imparcialidad e independencia, MAR fue un leal juez de la Constitución. Para él, la justicia constitucional no tenía rostro. No consideraba que esta debía ser impartida en favor del conocido o el ideológicamente afín, pero tampoco al revés, es decir, que debiera negársela al felón, al disidente o al que pensaba de modo distinto. La revisión de sus votos singulares —como luego se repetiría al volver a desempeñar el mismo cargo, pero en el Tribunal Constitucional— evidenció esa fijación constante por preservar su independencia e imparcialidad.

No era de extrañar, pues, que el procedimiento de renovación por tercios que se diseñó tuviera el propósito de excluir a MAR del TGC, como finalmente se hizo. Su entonces presidente, y quien había urdido el procedimiento amañado, ante el escándalo que se desató, no tuvo reparos en espetar, públicamente, la ausencia de «tradición judicial» en MAR para justificar su inconstitucional separación, una tradición que, si existía, no era otra que la que había denunciado Javier Valle Riestra durante los debates constituyentes de 1978-1979, consistente en preferir la quincena a la historia.

Su inconstitucional apartamiento del cargo no duraría mucho. El celoso defensor de la legalidad y la constitucionalidad no escatimó esfuerzos en debelar públicamente el atropello que se había cometido, por lo que unos meses después, tras la denuncia constitucional que presentó contra el presidente y vicepresidente del TGC de ese entonces, el Congreso de la República declaró la nulidad del sorteo que estos habían organizado y dispuso que se realizara uno nuevo, con las garantías mínimas, lo que incluía su debida reglamentación. Y ya con un procedimiento debidamente reglamentado, los que conspiraron la separación de MAR fueron los que resultaron expectorados del TGC, permitiendo su reincorporación en el cargo y que este se quedara hasta el final de su mandato.

Durante el ejercicio del cargo, así como al dejarlo, MAR fue siempre crítico con el modelo institucionalizado y con el accionar del TGC. Unos meses antes de que fuera inconstitucionalmente clausurado el TGC, MAR recordaría que una de las razones de su «estrepitoso fracaso», «como cuerpo colegiado», tenía su origen en el modelo de designación de los magistrados por el que había optado la Constitución de 1979:

Una de las razones del fiasco radica en que el sistema de designación de sus miembros se presta fácilmente al favoritismo político o compadrero […] Hace ya algunos años —de paso sea dicho- que la mayor parte de sus magistrados son correlegionarios de un mismo partido político — por lo menos ideológica e históricamente […] —sin que sea difícil imaginar la peligrosa influencia que ello ha debido tener en la conducta del alto organismo y, sobre todo, en la mayoría de sus pronunciamientos, tan criticados como, en verdad, lamentables. (Aguirre, 1991, p. 7)

El cuestionamiento también comprendía a la competencia de la Corte Suprema para elegir a 3 de los magistrados del TGC. De este lamentaba que el modelo auspiciara que los aspirantes a magistrados del TGC prometieran no realizar un escrutinio estricto de las decisiones de «su» «Gran Elector» si acaso eran elegidos y, luego, en ejercicio de sus funciones, que se «portar(an) muy bien» con su «reelector complaciente» (Aguirre, 1991, p. 9):

La consecuencia de esta orientación (o mejor dicho, desorientación) no pudo ser más negativa, puesto que, por tal camino, el TGC como que se «liberaba» de la gravísima obligación de fiscalizar a la Corte Suprema […] Y así fue como el TRIBUNAL, claudicando, resultó, no un severo fiscal, sino un dócil sacristán, y defraudó constantemente las esperanzas depositadas en él por tantos litigantes […]. (Aguirre, 1991, p. 10)

Al término de su mandato, se le ofreció postularlo a la reelección, no obstante, no aceptó. Se sentía incómodo y agotado. El desacuerdo permanente con sus colegas, que se expuso públicamente en sus dissenting opinions, lo convencieron de dejar el TGC.

Como se sabe, tres años después, el TGC fue desactivado tras el autogolpe del 5 de abril de 1992. Cuando al poco tiempo se decidió convocar a un Congreso Constituyente Democrático para que elaborara una nueva Constitución, MAR fue llamado como experto para que diera sus impresiones sobre el proyecto que la mayoría oficialista tenía. Este, por cierto, no contemplaba mantener el TGC, o un órgano ad hoc con un nombre distinto, sino que confiaba sus tareas a la Sala de Derecho Constitucional de la Corte Suprema.

Para MAR daba lo mismo persistir en un órgano ad hoc o confiarle tal tarea a una Sala de la Corte Suprema. Sí era necesario, en cambio, que se institucionalizara una instancia de control al ejercicio del poder político y que se corrigieran los defectos de origen que adoleció el TGC, que —en su opinión— pasaba por impedir la reelección en el cargo y tonificar sus competencias, lo que después de muchas idas y vueltas prevaleció al momento de culminarse el trabajo constituyente.

Tras aprobarse la Constitución de 1993 y repotenciarse el órgano de control de la constitucionalidad —cuyo nuevo diseño empezó por variar el nombre de Tribunal de Garantías Constitucionales por el de Tribunal Constitucional—, tuvo que esperarse tres años para que este cobrara existencia propia. También las democraduras resultaron incompatibles con las instancias de control, por lo que no era ninguna sorpresa que mientras se dejaba a las calendas griegas la elección de los magistrados del Tribunal Constitucional, la mayoría oficialista de aquel entonces, al nivel de la ley de desarrollo, implosionara la efectividad del control de constitucionalidad, entre otras cosas, estableciendo que para declararse la inconstitucionalidad de una ley era necesario contar con el voto conforme de seis de los siete magistrados que integraban el nuevo Tribunal Constitucional.

Cuando aquello se hizo efectivo —con la aprobación de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional—, ya no pudo sostenerse más el estado non nato del Tribunal Constitucional, por lo que al iniciarse el procedimiento de selección de sus magistrados, MAR decidió presentarse.

Después de idas y vueltas, como no podía ser de otra manera, su trayectoria de antes y después de ser tribuno lo volvió a catapultar a la magistratura constitucional. En la onceava, B, sesión vespertina, del jueves 16 de mayo de 1996, el estrenado Congreso unicameral lo eligió nuevamente magistrado con el voto conforme de 103 parlamentarios (Diario de Debates del Pleno, 1996, p. 1160).

Si bien su elección se realizó a mediados de mayo, su juramentación tuvo que posponerse hasta mediados del mes siguiente, pues, en aquella sesión, el Congreso no alcanzó a elegir a la totalidad de magistrados constitucionales. Un mes después, previa reforma de la LOTC y la incorporación de un procedimiento de invitación, finalmente el Congreso alcanzó el consenso constitucionalmente exigido y pudo elegir a los cinco jueces restantes, por lo que el Tribunal recién pudo instalarse el 26 de junio de 1996.

En otras circunstancias, el hecho de haber sido elegido con la más alta votación debería haber concluido con que sus colegas lo eligieran presidente del Tribunal Constitucional. No fue así, entre otras razones, porque entre los magistrados elegidos por el procedimiento de invitación, uno de ellos (Ricardo Nugent) venía desempeñándose antes de su elección como presidente del Jurado Nacional de Elecciones, y antes había sido presidente del Poder Judicial.

Sea como fuere, ya en funcionamiento, la prueba de fuego del Tribunal Constitucional (TC) no tardaría en presentarse. El hábitat en el que este se daría sería el control concentrado de constitucionalidad de las leyes, que es a donde apuntaba la regla de exigir que se cuente con el voto favorable de 6 del total de 7 magistrados que conformaban el TC (art. 4), y que en el procedimiento de elección de sus primeros magistrados se incorporara a 2 con afinidad al régimen.

Como había sucedido en el TGC, en el TC las diferencias entre MAR y sus colegas también se plasmaron en sus votos singulares o en sus fundamentos de voto. Esta vez, sin embargo, no sería en solitario, sino casi siempre en compañía de los magistrados Revoredo Marsano y Rey Terry. Así empezaron a presentarse las cosas casi desde que el TC hizo públicas sus primeras decisiones. Pero, como se ha indicado, la prueba de fuego, vista las cosas en perspectiva, sería la demanda de inconstitucionalidad contra el art. 4 de la LOTC, ya que si en este caso se declaraba la constitucionalidad de la regla que exigía contarse con seis votos conformes para declarar la inconstitucionalidad de la ley, sería bastante improbable que se pueda invalidar ley alguna en el futuro, pues bastaría que dos de sus magistrados piensen de modo distinto a los magistrados restantes para que su voto prevalezca sobre la mayoría de cinco.

Eso era, en verdad, lo que se discutía en la STC 0005-1996-AI/TC y así lo pondría de relieve en el voto singular conjunto suscrito por los magistrados Aguirre Roca, Revoredo Marsano y Rey Terry:

[...] fluye, en nuestro criterio, que la regla de votación que, a su juicio, es constitucional [se refieren a la opinión en mayoría], no solo no lo es, sino que impide, de modo puntual y directo, el cumplimiento del principal cometido que la Carta Magna ha querido confiar a este TC —cual es, como se sabe, el de resolver, mediante su opinión colegiada, y no, por cierto, mediante la de uno solo de sus miembros, o, todo lo más, la de dos de ellos— las demandas de inconstitucionalidad.

No fueron dos magistrados los que consideraron que no era inconstitucional el art. 4 de la LOTC, sino cuatro de ellos, de modo que MAR y los magistrados que suscribieron el voto singular, en este caso, quedaron en minoría. Que tal fuese la circunstancia no impidió que vaticinaran los efectos de la decisión adoptada:

Al «privilegia(r) a la norma legal, hipotéticamente inconstitucional, frente a la regla constitucional, hipotéticamente lesionada, (se transforma)…, así, a este TC, de defensor de la Constitución, en defensor de las leyes, vale decir, de defensor y servidor del Poder Constituyente, en defensor del Poder Constituido, y, por ende, de órgano contralor, en órgano controlado, con lo cual no solo lo desnaturaliza, sino que lo priva de su mismísima razón de ser.

Un mes después, el TC tendría que resolver los cuestionamientos a la Ley de Interpretación Auténtica del artículo 114 de la Constitución, mediante la cual la mayoría oficialista aspiraba habilitar que el presidente en ejercicio pueda reelegirse para un tercer mandato presidencial, haciendo que este último pase como si se tratara del segundo mandato presidencial.

Todo parecía indicar que el TC no declararía la inconstitucionalidad de la ley, puesto que, al validarse el art. 4 de la LOTC, bastaba que dos magistrados se opusieran y, por tanto, que se salvara la validez de la Ley de Interpretación Auténtica. Sin embargo, algunos hechos atípicos acontecieron en las semanas anteriores a que se hiciera público el fallo, que terminó con la abstención de cuatro de sus magistrados.

Tras el apartamiento de estos cuatro magistrados del proceso, solo quedaron como jueces hábiles para resolver los tribunos Aguirre Roca, Revoredo Marsano y Rey Terry, quienes, al no contar con la mayoría requerida por la LOTC, pero constituían la unanimidad de los magistrados hábiles para votar, decidieron finalmente «inaplicar» la ley para el caso de que el presidente en ejercicio decidiera postular por tercera vez al cargo presidencial.

Se trataba de una decisión valiente, pero al mismo tiempo heterodoxa, que conjuntamente con una posterior resolución aclaratoria —vertida tras la publicación de una más que extraña segunda sentencia, que declaraba infundada la demanda al no reunir los votos necesarios para declararse la inconstitucionalidad de la ley— y vuelta a suscribir por los mismos tres magistrados que decidieron aquella inaplicación de la Ley de Interpretación Auténtica, sirvió de pretexto para que MAR y sus colegas se vieran envueltos en un procedimiento parlamentario kafkiano, que se inició teniéndolos en la condición de testigos y terminó destituyéndolos acusados del cargo de «usurpación de funciones».

Se inició entonces una cruzada ciudadana en apoyo de los magistrados destituidos, en la cual MAR y sus colegas siempre estuvieron a la cabeza. Y ante la negativa de hacerse justicia en el ámbito estatal, fue la Corte Interamericana de Derechos Humanos la que declaró, por unanimidad, que el Estado peruano violó el derecho a las garantías judiciales y el derecho a la protección judicial de los magistrados del TC, sentando un precedente de valía en el sistema interamericano.

A los pocos meses de hacerse pública la decisión, el Congreso declaró la vacancia por incapacidad moral permanente de Alberto Fujimori, tras no aceptarse su insólita renuncia por fax. Y luego de instalarse el gobierno de transición, con Valentín Paniagua Corazao como presidente de la República, se dispuso su restitución como magistrado del Tribunal Constitucional. Unos días después de reasumir sus funciones, MAR fue elegido por sus colegas como presidente de la institución.

Al asumir la presidencia del Tribunal Constitucional, todo hacía pensar que dispondría una reestructuración profunda de la institución. Sin embargo, no fue así. Respetó las reformas administrativas que su predecesor había realizado, y que en el plano jurisdiccional básicamente consistió en reorganizar el trabajo del gabinete de asesores, que hasta antes de su destitución estuvo integrado por 14 letrados, distribuidos entre los 7 despachos de los magistrados. Tras la reorganización, el número de asesores se incrementó considerablemente y estos dejaron de pertenecer a un despacho de magistrado en particular, para pasar a formar parte del gabinete de asesores del TC.

En cuanto a la relación con sus colegas, su trato fue siempre cortés y respetuoso, incluso con los magistrados con los que sus desencuentros propiciaron su destitución. No hubo en él, ni por asomo, —tampoco, por cierto, en sus colegas destituidos como él— ningún afán de retaliación.

Cuando vuelvo los ojos al pasado, recuerdo verlo cruzar el viejo portón del local del Jirón Ancash, portando su maletín, que siempre imaginé lleno de lápices y lapiceros, estos últimos con tinta de color verde, con los cuales no se cansaba de anotar, corregir o intercalar texto a las ponencias (propias o de terceros), votos singulares o fundamentos de voto. Seguramente derivado del hecho de haber ejercido el periodismo durante varias décadas, MAR tenía una obsesión con el uso correcto y responsable del lenguaje, que iba de la mano con el cuidado y esmero con que estudiaba los casos y sus expedientes.

Era muy lúcido a la hora de identificar el meollo del problema y tenía una extraordinaria agudeza para proponer vías argumentativas que dieran cuentas de aquel, censurando con energía aquello que en su opinión constituía un evidente exceso de poder o una actuación inconstitucional.

Su prolijidad en el estudio de los expedientes convertía a las conversaciones con él en un riguroso examen de grado para los asesores. Su cuidado y atención no lo hacían detenerse solo en el problema principal, sino también analizar los secundarios y las potenciales ramificaciones que el caso podría tener de haberse recorrido o acontecido tal o cual cosa. Una sesión de trabajo con MAR podía prolongarse por varias horas y aún días. Y para él, de hecho, no concluía ahí, pues después de tener las ideas claras sobre el desarrollo que debía tener la ponencia, quedaba todavía la tarea de exponerla de manera clara y precisa, cuidando mucho que el texto careciera de galimatías.

Al poco tiempo, el Congreso eligió a los magistrados que reemplazarían a los 4 que se quedaron en el ejercicio del cargo. El ritmo que estos nuevos magistrados imprimieron al trabajo jurisdiccional y su deteriorado estado de salud precipitaron, en agosto de 2002, su renuncia a la presidencia del Tribunal Constitucional. Su lugar fue ocupado por el entonces vicepresidente, Guillermo Rey Terry, quien en los próximos 6 meses completó el mandato de 2 años de su antecesor, al término del cual se eligió a Javier Alva Orlandini como nuevo presidente del TC.

Las dificultades de salud, que conforme pasaban los meses se hacían más notorios, no impidieron a MAR continuar con su labor de magistrado constitucional. Se desempeñó en el cargo hasta el último hálito de vida, que inesperadamente se apagó en las primeras horas del 20 de junio de 2004.

Algunos años después, el Fondo Editorial de la Sucesión MAR encargó al actual presidente del Tribunal Constitucional, Francisco Morales Saravia, a Daniel Figallo, Pedro Grández y a quien estas líneas suscribe hacer una antología de los votos singulares de MAR. Sugerimos entonces utilizar el poético título La razón en el tiempo, pues los pocos años transcurridos entre su deceso y el avance de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional de ese entonces patentizaba ya cambios, los cuales tenían, directa o indirectamente, inspiración en el pensamiento de MAR.


[1] Asesor jurisdiccional del Tribunal Constitucional e integrante de Centro de Estudios Constitucionales.

 

Bibliografía

Aguirre, M. (1991). La razón principal del fracaso del TGC. Themis, 20, 7-12.

Congreso de la República del Perú. (1996). Diario de Debates del Pleno. https://www2.congreso.gob.pe/Sicr/DiarioDebates/Publicad.nsf/SesionesPleno/7CF622AD78417D9B052578160059FBCE/$FILE/SLO-1995-11B.pdf

Congreso de la República. (1982). Ley N.° 23385, Ley Orgánica del Tribunal de Garantías Constitucionales.

Fernández, C. (2012). Manuel Aguirre Roca en el recuerdo. En: Ibáñez, L. (Ed.). Manuel Aguirre Roca. Defensor de la Democracia y del Estado de Derecho. Fondo Editorial MAR.

Tribunal Constitucional. (1996). Sentencia 0005-96-AI/TC. Lima, Sesión de Pleno Jurisdiccional. https://www.tc.gob.pe/jurisprudencia/1996/00005-1996-AI.html