Lección inaugural dictada en la Facultad de Ciencias Políticas por el Dr. José Matías Manzanilla, profesor titular de Economía Política y encargado del curso de Derecho Constitucional

Objeto y definición del Derecho Constitucional. – Origen y tendencias de las instituciones políticas. – Plan del curso


El curso del que es profesor titular nuestro eminente maestro, el Dr. Luis Felipe Villarán, y que yo dictaré este año, recibe generalmente el impropio nombre de Derecho Constitucional. Habría más exactitud en denominarlo Ciencia Política o, con más modestia, Derecho Político, pues así como a la ciencia que estudia la penalidad se la llama derecho penal, y a la que estudia el proceso económico, ciencia económica, es propio designar al conjunto de teorías sobre el fenómeno político con el nombre de ciencia política. La denominación de Derecho Constitucional sugeriría la idea de un horizonte estrecho, si no sugiriese la de un horizonte falso. Podría creerse que todo fenómeno político de un país se reduce a su constitución, así como que las tendencias generales del desarrollo y de la influencia de los fenómenos políticos y de la concepción integral de los mismos pueden encontrarse limitándose a analizar las constituciones de los diversos países y el cuadro comparativo de ellas. Evidentemente, el régimen institucional, o la ley, es el gran factor político; pero si la ley refleja algunas veces las costumbres y la opinión pública, y otras las inspira, hay necesidad del análisis de los fenómenos políticos en su amplitud más comprensiva, con todas las influencias que los producen y desenvuelven, además de que es indispensable considerarlos no solo desde el punto de vista de la ley, de la opinión pública, o sea, de los conceptos ambientales en el medio social y de las costumbres —es decir, de los conceptos tradicionales—, sino desde el punto de vista de su influencia educativa sobre los ciudadanos, pues la educación cívica es elemento preponderante en el fenómeno político y esta clase de fenómenos repercute, con eco sonoro y profundo, en la cultura de las masas populares.

¿Cuál es el objeto del derecho político? O, hablando el lenguaje de los programas universitarios, ¿cuál es el objeto del derecho constitucional? Su objeto es demarcar el campo legítimo de la acción de la autoridad y de la libertad. Desenvolviéndose el fenómeno político bajo esta doble faz, el curso de Derecho Constitucional ofrece dos grandes capítulos, a saber: organización de la autoridad, o sea, los poderes públicos, y organización de la libertad en todas sus manifestaciones o, lo que es lo mismo, la declaratoria de los derechos individuales.

Con estos dos conceptos es fácil definir el derecho constitucional diciendo que es la ciencia que estudia la organización de los poderes públicos y de las garantías que fundamentalmente han de otorgarse a los derechos individuales.

El problema de organizar los poderes públicos es de gran importancia, sin embargo, su solución no constituye el fin primordial de la ciencia política. Es el estudio de las formas más eficaces para garantizar el derecho, para desarrollar la actividad libre del hombre y para establecer los límites entre la autoridad y la libertad. ¿Hasta qué punto puede desenvolverse el individuo en el ejercicio de sus derechos? ¿Cuáles son estos derechos? ¿Cuáles limitaciones deben soportar para mantener el equilibrio entre ellos? ¿A nombre de qué altísimo interés social se limita el derecho de los individuos? ¿Cuál es la carta de legitimidad de este interés social? ¿Dónde ha de intervenir la autoridad y dónde ha de abstenerse? He aquí materias que en la teoría constitucional y en su aplicación positiva son distintas a las cuestiones sobre la forma de gobierno —ya sea republicana o monárquica—, sobre la república unitaria o federativa, y sobre la existencia de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial.

¿Qué origen tiene la ciencia del derecho constitucional? ¿Es legado de las antiguas épocas? ¿Es una construcción de hace dos mil años? ¿Presenta la fuerza de la existencia, tradicional y veinte veces secular, del derecho civil, por ejemplo? Su origen más remoto y su fuente primitiva están en la Carta Magna y en el bill de los derechos de Inglaterra. Ambos actos materiales importantes constituyeron la base del derecho político, cuyos ensayos de sistematización científica pertenecen al espíritu filosófico del siglo XVIII, a Montesquieu, Blackstone, Rousseau y quizá a Voltaire, que esparcieron en la intelectualidad francesa los gérmenes de las renovaciones jurídicas y sociales para abolir el absolutismo y el poder real, así como edificar la vida política sobre las bases de la soberanía popular, la libertad, la democracia y la igualdad. Es no solo el genio francés inspirado en las instituciones inglesas, sino también el genio yankee con Hamilton, Jay, Franklin y Madison, que aporta su contribución a la teoría del régimen institucional americano, constituyendo él, conjuntamente con los conceptos fundamentales de la Revolución francesa, el núcleo del derecho político, cuyas indestructibles bases gravitan sobre la Declaración de los Estados Unidos de Norte América.

La Declaración de los Derechos del Hombre proclamó la soberanía popular. Este principio de tanto volumen, rico en postulados y en consecuencias, es suficiente por sí solo para explicar el desarrollo de la vida política contemporánea. En segundo lugar, en la Declaración de los Derechos del Hombre hubo el reconocimiento metódico y completo de la libertad humana, desde el mundo del trabajo hasta el mundo de la conciencia. En tercer término, la independencia de los poderes públicos fue sancionada en la Declaración de los Derechos del Hombre. Por último, echando sobre ella una mirada de conjunto, aparece con el valor de un texto, de una estructura orgánica de los principios y de las reglas políticas, en suma, con todos los caracteres de una constitución escrita.

Estos principios de la soberanía popular, de los derechos individuales, de la separación de los poderes y de la existencia de las constituciones escritas son los fundamentos de todas las instituciones libres, ya sea que se las considere abstractamente o que se las aprecie desde el punto de vista de los hechos mismos, porque toda la vida política descansa en la certidumbre de la soberanía del pueblo, de la independencia de los poderes públicos, del respeto al derecho y de la perpetuidad de reglas escritas que delimiten el campo de acción de los gobiernos y del libre juego de las actividades humanas.

La ciencia y las instituciones políticas reposan, además, en la existencia de un presidente de la República, de un Poder Ejecutivo con un solo jefe. Esta idea no es francesa, sino norteamericana. La concepción de un Poder Ejecutivo bajo la presidencia de una sola persona es la antítesis de la concepción de los convencionales y los constituyentes franceses. La Constituyente y la Convención creían que establecer la presidencia de la República era restaurar, con disimulo e hipocresía, el poder real que se acaba de destruir. Por eso entregaban el Poder Ejecutivo a las comisiones pluripersonales, al Directorio y al Consulado. Fue en los Estados Unidos donde se creó la institución de la presidencia, que hubo necesidad de unir a los cuatro principios franceses.

Nos encontramos, entonces, con que el origen de todas las constituciones y el de la ciencia política se remontan a ciertas conquistas legales y consuetudinarias de Inglaterra; en seguida, al espíritu crítico que, iniciado por los enciclopedistas y ampliado en las direcciones jurídicas por Montesquieu, demolió conceptos tradicionales sobre el poder público y el derecho; y, por último, de modo más concreto, con la fuerza más sugestiva e imperativa, aparecen como las fuentes de la ciencias y de las instituciones políticas la Declaración de los Derechos del Hombre y la Constitución de los Estados Unidos de la América del Norte.

Después de ambos acontecimientos, es incesante el desarrollo de las instituciones legales en el sentido de la libertad, de la igualdad, de la democracia, de la laicalización y de su paralelismo en el estado de las costumbres y de la conciencia pública, acreditándose experimentalmente el carácter progresivo de las instituciones políticas y su virtud de adaptación para desenvolverse bajo la influencia de las necesidades y del medio social. El primero de esos progresos políticos consiste en la aparición de la ley. Toda constitución, toda garantía escrita del derecho, aunque imperfecta o incompleta, es en sí progreso. Buena o mala, la existencia de la regla limita la arbitrariedad del poder. Constituir regímenes políticos sujetos a la ley es aplicar a las relaciones públicas el concepto jurídico de la vida civil. El comodato y el mutuo, las servidumbres, los pequeños contratos y las querellas de unos con otros propietarios, tenían reglas y sanciones legales; pero las relaciones de los hombres con los poderes públicos y la libertad, en suma, dependía del capricho de los gobernantes. En nuestra época, ya no acontece tal cosa. Las fórmulas escritas son límites y garantías del derecho, a salvo ya de taxativas arbitrarias y dependiendo solo de una entidad impersonal y protectora: la ley. Si ella es condición del progreso político, todas las reivindicaciones han de presentarse con el criterio del relativismo y de la oportunidad, para obtener la conquista inmediata de bases legales, bajo el beneficio de reservar al porvenir el triunfo completo del ideal.

Creadas las instituciones por obra de la ley, tienden a perfeccionarse, dando al libre ejercicio de los derechos individuales la mayor amplitud y las mejores garantías. Pero las instituciones, además de consolidar la libertad, se orientan a la igualdad. Desde el histórico ejemplo de los señores feudales desprendiéndose de los privilegios de la nobleza hasta los ejemplos recientes de los monarcas que abdican omnímodas prerrogativas, hay un himno a la igualdad de los hombres. Mas los progresos de la igualdad nunca son, en el hecho, tan fecundos ni tan extensos como lo son intencionalmente. El proceso evolutivo de nivelación es lento, por los conflictos aparentes entre la libertad y la igualdad, y porque toda ley es más eficaz para garantir el ejercicio libre del derecho que para nivelar las diversas condiciones humanas, que influyen, de modo intenso, aunque oculto, en el aprovechamiento efectivo de la igualdad jurídica. No obstante la anterior reflexión, las instituciones contemporáneas, tienden a disminuir las desigualdades provenientes de causas físicas, de factores sociales y de causas económicas, así como a eliminar ciertas formas de explotación y de miseria. Las instituciones, en el presente, se orientan, por fortuna, a la igualdad, sin sacrificio real de la libertad, y renunciando al oficio de instrumento de conservación social que conducirá a mantener injusticias existentes, se convierten en instrumento de renovación social para destruir algunas profundas y artificiales desigualdades humanas, susceptibles de frustrar la amplia realización de la igualdad ante la ley.

Los progresos políticos resultan no solo de un régimen obediente a la ley, igualitario y libre, sino del equilibrio social ligado siempre a la concordia entre todas las clases sociales, al resguardo del depósito de los supremos intereses colectivos y al ensayo de su conciliación con los derechos individuales. Pues bien, las instituciones políticas, consideradas en la sistematización de sus ideas y en sus efectos, conservan el equilibrio de los intereses y los derechos sin que haya perturbaciones en consecuencia de movimientos orgánicos que se cumplen en el periodo actual de la sociedad.

Además de garantizar la libertad, de tender a la igualdad y de conservar el equilibrio social, las instituciones actuales son democráticas, eminentemente democráticas, porque dan al pueblo una participación cada días más extensa en las funciones públicas. El control creciente de la opinión en los negocios del Estado, el predominio de la prensa, la enseñanza popular, el derecho de asociarse, el sufragio y, en fin, la libertad y la igualdad conducen inevitablemente a consolidar y universalizar la democracia. No es concebible una institución sin vistas democráticas; la Duma rusa las tiene. El hecho de convocarla es ya el voto del Zar a favor del derecho del pueblo a intervenir, aunque en esfera reducida, en la vida política. No se concebiría la reunión de la Duma para confirmar la autocracia, ni para establecer la servidumbre o para desoír los anhelos populares.

Por último, el régimen legal es laico. La política no se confunde ya con la religión, ni el derecho con el dogma, habiéndose independizado el criterio jurídico del sentido de lo sobrenatural, base de las religiones. Todas las instituciones son laicas, con excepción de las que subsisten como rezago de pasados tiempos. Por un fenómeno de supervivencia, algunas instituciones permanecen como hechos, pero si se extinguen, no dejan el temor de una restauración posible.

Por otra parte, las instituciones son elementos de educación y opinión. El texto cívico, las reglas constitucionales, forman opinión y educan; recíprocamente, una y otra preparan o afianzan el imperio de instituciones progresivas, produciéndose así la interdependencia de la vida política con el medio social, y de la conciencia y la educación pública con la bondad de los gobiernos y de las leyes.

Los progresos institucionales y del régimen de opinión, que son evidentes, tienen en las costumbres la única sólida garantía. Ellos, no obstante de conservar su sentido teórico, carecen de realidad positiva y no contribuyen al bienestar de los pueblos cuando los ciudadanos están desprovistos de virtudes políticas. La educación, la opinión y las costumbres de sinceridad y acatamiento a la soberanía del país constituyen las condiciones del desarrollo progresivo del poder civil sobre las iglesias de las diversas religiones, y el de la democracia, la libertad y la igualdad sobre las infinitas formas del despotismo y de la oligarquía.

¿Cuál es el método de exposición del curso? Las primeras explicaciones versarán sobre las teorías de la soberanía de la nación, del Estado y de las reglas constitucionales escritas, a fin de establecer en este estudio preliminar puntos de referencia y de criterio para la discusión de los problemas de la ciencia política.

La soberanía popular aparece con el rigor de las certidumbres científicas y de las verdades experimentales, pues durante más de un siglo ha suministrado la prueba de su bondad. La doctrina de la soberanía comprende el estudio de sus limitaciones, por razón de los derechos individuales; el estudio del mandato, única forma posible de su provechoso ejercicio; el estudio de la elección, el de la responsabilidad y revocabilidad de los mandatarios; el estudio del derecho de insurrección y del referéndum; y, en fin, el de la opinión pública, guía y estímulo de los gobernantes y el control que los pueblos ejercen sobre ellos.

Como la soberanía reside en la nación, hay que fijar el concepto de nacionalidad, el concepto de nacional y el de las consecuencias de la naturalización, medio empleado por los extranjeros para convertirse en nacionales. Se verá en la nación un grupo humano, suficientemente coherente y numeroso, radicado de modo que se establece en un territorio, con la común aspiración a vivir bajo la misma autoridad y las mismas leyes, sin que existan de modo indispensable los lazos de la razón, de idioma o de la religión. En este mismo capítulo sobre la nacionalidad, hay lugar para desenvolver los fundamentos científicos que, coincidiendo con las expectativas de los pueblos de América, imponen la necesidad de unir el carácter de nacional al hecho del nacimiento y de conceder a la naturalización la eficacia de capacitar al ejercicio de los derechos políticos, salvo al de las funciones de jefe del Estado.

La idea de nacionalidad conduce suavemente a la de Estado. A la concepción funesta del Estado ideal con los atributos de la universalidad y de la perpetuidad, limitado a garantizar el derecho. Es urgente el derecho, es urgente oponer con los datos de la historia y de las actuales condiciones del mundo la teoría de que el Estado es siempre apto para modificar sus tendencias y su impulso, inspirándose en las necesidades sociales, para convertirse él, que es un aparato de coerción y de conservación, en instrumento de libertad y en expansivo agente del progreso.

Es preciso determinar, además, el valor y contenido de las constituciones. Desde luego, han de declarar todos los derechos. Ese es el gran ejemplo francés. Es también el de los EE. UU., que por el acta adicional de 1791 completaron la Constitución de 1787, en donde no aparece la declaratoria de los derechos individuales. Pero la declaración no sería suficiente. Hay necesidad de garantizar esos derechos. La libertad y la igualdad, por ejemplo, como dogmas jurídicos y concepciones abstractas, carecerían de eficacia si los textos constitucionales las reconocieran sin señalar los medios de garantizarlas. El sentido y la forma de organizar las garantías concretan y dan realidad a la declaración de los derechos.

En el orden de protección legal, corresponde la preferencia a la igualdad, base de todo régimen jurídico. El derecho constitucional proclama y condena todos los actos del legislador o de los gobiernos que tienden, franca o disimuladamente, a constituir o agravar desigualdades económicas y sociales incompatibles, cuando son muy acentuadas, con los principios escritos sobre la igualdad política y la civil.

Para el desarrollo de la doctrina sobre las garantías, es preferible prescindir de clasificaciones inútiles y de ciertas dominaciones pomposas y retóricas, que pertenecen más a la tribuna parlamentaria que a la cátedra. Thiers llamaba a los derechos individuales las libertades necesarias y Castelar, derechos ilegislables; frases llenas de sonoridad y de pompa, pero que adolecen, especialmente la últimas, de grave inexactitud.

La primera manifestación de los derechos individuales es la seguridad personal. Ella comprende el derecho al juzgamiento por juez competente; el de no sufrir penas arbitrarias o establecidas con posterioridad al delito; el de no estar expuestos a detenciones preventivas, sino en los casos y con las formalidades legales; el de la inviolabilidad del hogar, y el de residencia y traslación. Pero estas no son las únicas manifestaciones de la libertad. La religión, la prensa, el trabajo, la propiedad, la enseñanza y la asociación constituyen también grandes fines de la vida jurídica. El derecho constitucional posee ya sobre estas cuestiones algunas verdades definitivamente adquiridas; pero se encuentran aún puntos conjeturales que ulteriores observaciones contribuirán a aclarar y resolver. Así, verbigracia, es indispensable erigir en regla incontrovertible la libertad religiosa; pero no puede admitirse sin beneficio de inventario la célebre fórmula «la Iglesia libre en el Estadio libre». La diferencia entre ambas soluciones es fácil explicar. La libertad religiosa es el acatamiento a la conciencia humana, sean cuales fueren los tiempos y las circunstancias. Las relaciones del Estado y de la Iglesia constituyen, antes que regla jurídica, un problema político de solución concreta desde el punto de vista de las condiciones de cada país. La prensa debe ser libre de censura, de depósito previo y de toda medida preventiva. No existe para el periodista ni para nadie el delito de opinión. He ahí una verdad adquirida. ¿Produce acaso la misma evidencia teórica sobre la responsabilidad y el juzgamiento de los delitos de imprenta? Se ensaya aún, con constante indecisión, si el editor es o no responsable solidariamente con el autor, y la forma de juzgar con eficacia las injurias y calumnias vertidas por la prensa.

Cuanto a la propiedad, que es una de las bases de la organización social, el fenómeno político se subordina al concepto económico. La propiedad privada o quiritaria, con los rasgos de individual y perpetua, más el derecho de usar y de abusar, subsiste porque es útil, y desaparecerá cuando deje de serlo. Es, sencillamente, una categoría histórica. Bajo el mismo aspecto de relativismo, considera el derecho político el fenómeno de la propiedad.

No es más rígida la conclusión acerca del trabajo, cuyo sistema de garantías sufre la influencia de las incesantes transformaciones industriales y mentales del mundo. Unas y otras determinan incorporación de la libertad de trabajo en el número de las verdades políticas, pero no como fórmula de valor abstracto, no como una entelequia, sino como regla de vida susceptible de contribuir al bienestar humano, conciliando el desarrollo de la actividad económica con la existencia de garantías protectoras que impidan desastrosas expoliaciones.

La controversia sobre la extensión y el sentido de los derechos individuales termina con los capítulos sobre la enseñanza y la asociación. En ambas materias, el derecho político revisa antiguas soluciones y vacila en la obra de rechazarlas. No es sorprendente tal estado de la teoría política. En fenómenos complejos por excelencia, que se encuentran en el periodo de rápido desarrollo, son inevitables los tanteos y las incertidumbres antes de constituir la regla del equilibrio entre el interés social y la autonomía de los individuos.

Los problemas concernientes a la organización del Poder Político tienen fronteras más móviles y soluciones más relativas, movilidad y relatividad provenientes del fin mismo de su existencia. Si el Estado es órgano del derecho y uno de los órganos de los progresos sociales, la forma de gobierno y la estructura de los poderes públicos quedan subordinadas a la necesidad de servir a esas funciones. El derecho, el progreso y el bienestar, en suma, son el objetivo. Las formas de gobierno representan mecanismos para alcanzarlos. Se trata, verbigracia, de la forma republicana. ¿Puede decirse, con la última evidencia, que la República federativa es superior o inferior a la República unitaria? Frecuentemente, se sostiene la superioridad de la forma federal, desde el punto de vista teórico. Sin embargo, hay otra conclusión, con aspecto más científico, a saber: la forma unitaria no es superior ni inferior a la forma federativa; la federación ha hecho su ensayo, dado la prueba de su bondad en EE.UU. y en Suiza, donde encontró medio social propicio y antecedentes históricos que la imponían necesariamente, así como que esa misma forma de gobierno ha escollado en algunos países sudamericanos y ha sido en ellos uno de las causas de la anarquía. ¿Es dogma, por ejemplo, si fuese permitido hablar de dogmas al ocuparse de la ciencia, la dualidad de cámaras? Aunque la mayoría de los textos constitucionales consagra el principio de la dualidad, existe el movimiento liberal inglés en contra de la Cámara de los Lores; existe el movimiento plebiscitario francés a favor de la Cámara única; existe el senado en España e Italia, sin participación efectiva en la vida política; y, en fin, existe la propaganda tenaz para elegir el Senado de la Unión Americana por el voto directo del pueblo y no por la legislatura de cada Estado, y obtener así la modificación del Poder Legislativo. Y ¿qué decir de la inamovilidad de los jueces? ¿Afirmarla? ¿Contradecirla? Las divergencias son profundas en problema que no es de detalle, como que se refiere a la organización de la misma del Poder Judicial. Pues bien, si se quisiera imitar al diputado aquel de la Convención Francesa, que escribía dos discursos, uno en pro y otro en contra, para pronunciar ya el uno, ya el otro, según las fluctuaciones de la mayoría, podría prepararse la defensa de amovilidad de los jueces y formular también la réplica para concluir sosteniendo la magistratura inamovible.

Los anteriores ejemplos conducen a considerar el derecho político como ciencia en el periodo de elaboración y de rectificación sobre la base suministrada por las experiencias legislativas, por el pensamiento de los estadistas y por el producto de los factores sociales.

En el capítulo sobre los poderes públicos, la cuestión preliminar del sufragio presenta el análisis de las diversas formas de ejercicio y de la capacidad del elector. Presenta, también, el análisis de la influencia de las leyes positivas, de la cultura pública, del carácter nacional, de la acción de los partidos y de los jefes y juntas directivas de los mismos sobre el régimen eleccionario. El estudio del sufragio es, además, ocasión para determinar el carácter y las tendencias de los partidos contemporáneos, el valor de sus programas, el significado de las abstenciones temporales o sistemáticas, y la necesidad y límites de la disciplina política.

Después del sufragio, hay que considerar las doctrinas sobre la forma de gobierno y la organización de los poderes públicos. Aparece entre ellas, en primer término, el Poder Legislativo bajo la forma unicameral o bicameral, desempeñando funciones propiamente legislativas, funciones económicas y políticas. Las funciones legislativas comprenden todos los procedimientos para expedir la ley. Al tratar las funciones económicas, ha de determinarse el rol de los congresos en los impuestos, en el crédito público, en el presupuesto y en la gestión financiera de los gobiernos. El estudio de las funciones políticas ofrece oportunidad para conocer todas las medidas de control y de crítica de los parlamentos, sobre el Poder Ejecutivo, sin olvidar las órdenes del día, las interpelaciones para votar o discutir las grandes investigaciones parlamentarias, las acusaciones y la desaprobación de las iniciativas o de los actos sobre los que el gabinete haya propuesto la cuestión de confianza. La teoría sobre las funciones de los congresos se completa con las ideas acerca de los deberes disciplinarios de las mayorías, del rol de las oposiciones y de su efectiva importancia. Hay, además, entre otras interesantes materias, las concernientes a la elegibilidad, a la renovación total o parcial, a la duración del mandato, a las incompatibilidades e inmunidades, a la forma de resolver los disentimientos entre las Cámaras, y a las autorizaciones conferidas al Poder Ejecutivo.

La teoría sobre este poder público es tan vasta como la teoría sobre el Parlamento, pues comprende, principalmente la unidad de él; sus funciones colegisladoras, a virtud de la promulgación y del veto; la facultad de reglamentar las leyes; las gestiones internacionales y financieras; su acción sobre la fuerza pública y el municipio, previo estudio de ambos organismos; las responsabilidades presidencial y ministerial; y, en fin, sus relaciones con el Congreso, debiendo discutirse en este momento, después de conocer todo el proceso político, la cuestión del parlamentarismo y del régimen representativo.

Las proposiciones últimas del curso han de referirse a las bases orgánicas de la administración de justicia, a los distintos métodos seguidos para constituir el Poder Judicial, a las diversas formas que él puede revestir y a la influencia que, directa o indirectamente, ejerce en el orden institucional y en todos los fenómenos políticos.

Por supuesto que las lecciones sobre los derechos individuales y los poderes públicos han de comprender referencias a la Constitución del Perú, al estado social de la época en que se dictó, a los precedentes parlamentario que fijan su sentido, y a la necesidad de reformarla, bajo la inspiración de las ideas que la marcha progresiva del mundo esparce inevitablemente.

Ficha:

Manzanilla, José Matías: «Objeto y definición del Derecho Constitucional, origen y tendencias de las instituciones políticas». Revista Universitaria, Año II, Núm. 11, Junio 1907.