Debate sobre la reforma constitucional del parágrafo 2 del artículo 8 de la Constitución de 1839[1]

Legislatura Ordinaria de 1849
Cámaras Reunidas

Sesión del martes 6 de noviembre de 1849
(Presidencia del señor La Fuente)


Abierta a la una y cuarto del día con 15 senadores y 52 diputados, se leyó y aprobó el acta de la anterior sin observación alguna.

[...]

Se dio cuenta del dictamen emitido por las comisiones de constitución de ambas cámaras, proponiendo el proyecto de reforma constitucional en cuanto a los artículos que dichas cámaras han declarado reformables [...].

Se puso en discusión el parágrafo 2 artículo 8, cuya reforma se propone en estos términos: «Saber leer y escribir, excepto los indígenas y mestizos hasta el año de 1860».

El señor Cavero. Señor. No coincido con el señor Polar en la inteligencia que da a los artículos constitucionales relativos a la reforma de la carta, por la sencillísima razón de que después de discutidos en cada Cámara los artículos reformables, vienen ahora preparados por entrambas comisiones a ser discutidos en Congreso pleno. Y aunque así no fuese, nunca, nunca consentiré en que el fondo de las cosas se sacrifique a las formas o exterioridades. Si no han de recibir la luz de la discusión ¿a qué se presentan esos artículos? Como quiera que sea, yo voy a tomar las cosas en su raíz, y patentizar en breves palabras, como acostumbro, la necesidad de arrancar de nuestro código político el artículo en debate, que nos presenta ante el mundo bajo un aspecto eminentemente ridículo, sino injusto y atroz, pues se quiere que despojemos de la ciudadanía a la mayoría inmensa de la sociedad peruana, en el mero hecho de prescribirle el tiempo hasta que puede ejercer tal derecho. El objeto de los legisladores de Huancayo al prorrogar hasta el año 44 la ciudadanía a los indios y mestizos, aunque no supiesen leer y escribir, fue sin duda para que en ese periodo pudiesen al menos adquirir los elementos de la instrucción primaria. Mas ¿por qué ha fracasado tan laudable designio?, ¿por los indígenas que no han utilizado de este tiempo para ponerse en aptitud de ejercer los derechos de ciudadanía, o porque nuestra sociedad representada en sus congresos y gobiernos ha dejado de proporcionarles los medios de instruirse, educarse y conocer sus derechos? Si lo último es incontestable ¿cómo se quiere hacer pesar sobre la inocente, indefensa y olvidada clase indígena nuestras propias faltas, arrebatándoles el precioso derecho de representación, u otorgándoles solo por un tiempo limitado? Prueba de ello es la vergüenza con que hemos ido prorrogando de legislatura en legislatura desde el año 45 el término para no ejercerla. Honorable señor, hay ciertos derechos que nacen con el hombre, que coexisten con él y para cerciorarse de su realidad basta interrogar la conciencia del individuo y de la del género humano: derechos inherentes al hombre, inseparables, inalienables, imprescriptibles, que forman el cuadro de lo que llamamos «derecho natural». Ahora bien, esa inmensa mayoría que no sabe leer ni escribir, es de hombres razonables y libres que deben conocer el bien y estar dotados de medios para ejecutarlo. Luego han de tener derechos y deberes. El derecho y el deber los elevan a la verdadera dignidad de hombres: quien no conoce los derechos que ha de ejercer, ni los deberes que ha de cumplir, no merece colocarse en la categoría de la condición humana, porque le falta el lazo que haya de unirlo a la humanidad.

He aquí pues, el motivo porque la sociedad o el Gobierno y demás poderes que la representan activamente, deben consideraciones y protección a sus miembros para el cumplimiento de su destino: consideraciones y protección que la República peruana ha dejado de prestar a las tres cuartas partes de sus hijos, sin atender al desarrollo de su vida física, intelectual y moral, abrumándolos únicamente con deberes. ¡Qué compensación!, ¡qué igualdad de derechos! ¿Los indígenas y mestizos son acaso bestias de carga solo para vegetar encorvados rumiando el pasto? Nuestros congresos, nuestros gobiernos han faltado pues a sus deberes esenciales, no franqueándoles protección para el desarrollo de su vida física, que comprende su persona, su fortuna, sus propiedades, sus garantías, ha vivido y vive esa gran masa de mártires, que sudan y contribuyen para que exista esta nación: negándoles respeto y protección en el desarrollo de su vida intelectual, porque no solo han de vivir; la vida para seres inteligentes, no es su objeto exclusivo, sino tan solo un medio: su verdadero objeto, su misión noble, es pensar; en el pensamiento se distingue dela creación bruta: de ahí es como la ignorancia viene a ser un obstáculo invencible al goce de todo derecho, y al ejercicio de todo deber, y por ello el Estado que no proporciona a las clases pobres la instrucción elemental, comete el mayor de los crímenes, sofocando el germen de toda inteligencia. Así que si se ha descuidado entre nosotros la instrucción de los indígenas, cualesquiera que sean las causales para ello, y procedan de donde procedieren, será necesario que el Congreso castigue sus propias faltas, su olvido o las imperfecciones de su sistema, privándoles de la ciudadanía a aquellos mismos que se hallan degradados y comparables a las bestias por la ignorancia y miseria en que se les eterniza. Negándoles protección para el desarrollo de su vida moral, porque el hombre no solo ha de ejercitar su inteligencia: ha de ser también capaz de virtud, de mejoramiento en sus costumbres; moral antes que todo. De ahí el deber indispensable de los congresos y gobiernos de procurar incansablemente la educación de todas las clases, mucho más de aquellas, como la indígena, que por su pobreza, infelicidad y por la injusticia y por la opresión, han estado privadas de este beneficio general en el coloniaje por más de tres siglos (no diré seis como la comisión porque la historia del Perú es tan oscura y se remonta a muy poco tiempo), y desde la independencia continuando sumidos en las tinieblas. ¿Y qué es el hombre, qué es la vida humana sin la educación? Un doloroso y lamentable ensayo de errores y de crímenes; un campo deparado para que la tempestad de las pasiones lo desvele y extermine. Si una larga y esmerada educación, si el hábito constante de enseñorearse de sus inclinaciones, no bastan a reprimir en los hombres civilizados la explosión de ciertas pasiones, que suelen arrastrarlos a extravíos deplorables; no bastan, repito, a mantener incontrastable su libertad en medio de intereses encontrados por elevada que sea su posición y por importantes y públicos sus deberes ¿qué juzgar del indígena peruano envilecido y aplastado por una mano de hierro contra el suelo que riega con su llanto y sudor para que produzca para otros; sin derechos, agobiado tan solo por deberes que apagan su inteligencia, reduciéndolo a la parálisis de la imbecilidad y de la estupidez? No es pues lógico el despojo que se les quiere hacer de la ciudadanía después del año 60: no se ponga tal artículo en la carta: declárese ciudadanos a los indios y mestizos; tengan participación en el sufragio universal, pues si tienen aptitud y capacidad para la celebración de sus contratos y transacciones domésticas, aun sin intervención de los protectores que les daba el Gobierno español, y que les hemos quitado nosotros, mayor la tendrán para sufragar. Basta con que se les explique el objeto y se les interese en la cosa pública.

Esta discusión en que me he lanzado sin pensar, conduce en último resultado a poner en contraste los dos aspectos diferentísimos de nuestra sociedad: a hacer resaltar las dos fracciones en que se halla dividida, a marcar en fin, esta diferencia, con un sello horrendo, limitando la ciudadanía de una de las clases, la más numerosa. Una que vive circundada del lujo, de las comodidades, luces, riquezas y bienes que proporciona la civilización, y la otra que compone la mayoría de la familia peruana, abyecta, extenuada de trabajo, irremediablemente condenada por un fatal destino a laborar con sus manos fortunas para otros, sin más lucro, que arrastrarse en la miseria, en la inmoralidad, y entregarse a la crápula y el crimen: aún hay más, señores, como si no bastase el hallarse proscritos de todo el bien estar de la civilización, como si no bastase el verlos poblar los hospitales, las prisiones y nutrir de víctimas los cadalsos; no parece sino que estuviera decretado su anonadamiento por la ira de aquella misma sociedad, que han fundado y sostienen son sus fatigas.

En suma, señor, nos hallamos en un conflicto, que nos compromete ante el mundo, ante la historia y la posteridad: declarar que los indios y mestizos están unidos al Perú solo para contribuir, para ser explotados, para enrojecer con su sangre inocente los campos de batalla: esto importa el artículo en debate. Estoy contra él, pido que se limpie ese borrón que ennegrece nuestra carta política; sean ciudadanos sin limitación de tiempo, ni restricciones; no hay privación comparable a la de la ciudadanía; no están adheridos a esta patria, no se hallen ligados con ella por solo el vínculo del dolor y los sufrimientos.

El señor Gómez Farfán. Yo también amo al pueblo y le he amado con sinceridad, con todo mi corazón; las reflexiones emitidas por el honorable señor Cavero despiertan en mi alma sentimientos que siempre me han transportado hasta un entusiasmo sublime. Nacido dichosamente entre el pueblo, he aprendido a gozar las dulces emociones de la fraternidad, de la igualdad y de la libertad: he estudiado desde muy temprano el sentido de estas palabras, que como dijo muy bien el abate Gabriel son tres rayos partidos del corazón de Jesucristo para reanimar la humanidad moribunda. Pero… vamos a la cuestión. El señor Polar ha dicho que no no nos hallamos en la ocasión oportuna de discutir el proyecto de reforma. Es demasiado extraño este concepto cuando ahora mismo se acaba de declarar por el señor Presidente, en discusión la primera, segunda y tercera reforma propuestas por la comisión, y el Congreso las ha dado por suficientemente discutidas, actos después de los que ha recaído la aprobación. La nota por la que se invita a la reunión de las dos cámaras indica también la discusión: últimamente por más que se repita de que solo tenemos la obligación de formular un proyecto, este merece ser discutido, y aunque inmediatamente no haga parte de nuestra carta fundamental, no debe ser sometido a la siguiente legislatura sin ser prolijamente examinado y discutido.

Se trata de negar o conceder el ejercicio de la ciudadanía a los peruanos que no saben leer y escribir: el primer extremo es un atentado contra la mayoría del pueblo, el segundo es una garantía que nadie puede arrancarle. Todo el fundamento de la negativa es un artículo constitucional el que además priva de este derecho a los indígenas y mestizos con excepción de cierto tiempo, y que ahora se trata tan solo de prorrogar dicha excepción. Yo creo que este artículo en su esencia misma es una monstruosidad constitucional: por lo que pido la supresión total de él: no tratamos ni debemos tratar al presente de rehabilitación, sino de reforma constitucional. No lo considero por el aspecto de la concesión de término sino en toda su desnudez antiliberal. Vamos a verlo: dice el artículo 8.° (lo leyó) ¿con que no son ciudadanos en ejercicio los que no saben leer ni escribir? Verdad funesta que ha existido consignada en una carta republicana, como una aberración legislativa, como un desafío a los derechos sacrosantos del pueblo. En el Perú no son ciudadanos en ejercicio más que una pequeñísima parte de peruanos: ¿y a eso llamáis república? ¿Con que el descuido de los gobiernos, el poco o ningún espíritu de reforma de los cuerpos legislativos, castigamos en la mayoría de los peruanos? He aquí la Constitución que suspende, que quita el ejercicio de la ciudadanía por crímenes, por faltas graves: artículos al lado de los que ostenta su terrible influencia el que comprende a los que no saben leer ni escribir: es decir, que la pereza, la poca energía, el descuido de los altos poderes públicos pesan de rechazo sobre nuestros desgraciados hermanos, en cierto modo como un crimen. Negarle a la mayoría de la nación el ejercicio de la ciudadanía; arrancarle el derecho de sufragio, es la mayor inconsecuencia al principio que sostenemos, es el más degradante contrasentido de una carta democrática. Una Constitución republicana no es ni puede ser un código semi-aristocrático en que la libertad enmascara al privilegio: al contrario es y debe ser el evangelio de las garantías, el libro santo que debe contener las máximas del pueblo, que debe proteger al pueblo, todo entero, en los mismos derechos y en los mismos beneficios.

Extendamos la vista por la vasta extensión del Perú y separemos a esa gran masa de hombres que no saben leer ni escribir o por mejor decir apoyados en una ley egoísta despreciemos a la mayoría de la nación ¿qué queda? una quinta parte ¿qué digo? una sexta parte, de ciudadanos en ejercicio: o como muy bien ha dicho la comisión del Congreso, quedarán las nueve décimas partes sin derechos políticos y sin sufragio. Y si no procuraré hacer algunos cálculos, llamaré mi atención hacia mi departamento al que conociéndolo más inmediatamente podré ser también más exacto, pero calculo que con cortas diferencias es aplicable a los demás. El del Cuzco cuenta con cerca de 300000 almas de población: entre este número inmenso, según repetidas observaciones que he hecho y que nadie me podrá contrariarlas, apenas se contarán 20000 que saben leer y escribir. Quiero aumentarlas hasta 30000. Ahora pregunto ¿qué son 30000 con respecto a trescientas mil?

He aquí una ley por la que solo tiene derechos políticos, y es ciudadano en ejercicio uno por cada diez peruanos: ley injusta, ley monstruosa, intolerable y exótica. Yo no sé si me equivoco, pero con ligeras excepciones, saliendo de las murallas de esta capital, el resto de la república está casi en el mismo estado. ¿Qué son, pues, padres conscriptos, si no son ciudadanos en ejercicio, tantísimos peruanos sin derechos políticos y sin sufragio? ¿Serán esclavos? ¿Serán ilotas? ¿Y qué importa, a qué tiende esta odiosa restricción? los republicanos enemigos de todos los principios, los exclusivistas de todas las garantías, me contestarán que con ella se asegura el acierto en las elecciones y se consulta la capacidad para los pequeños y miserables cargos a que pueden alcanzar los hombres del pueblo. ¡Singular anomalía! Querer mejorar la condición de una república degradando por una parte al pueblo, y por otra ni siquiera considerar la extensión de estos embarazos. ¿Ellos son insuperables? No: ¿cómo se entiende en las naciones más civilizadas la ilustración del pueblo? En que sepa leer y escribir: el pueblo compuesto de obreros no puede alcanzar a más. Ahora bien ¿cuánto tiempo emplea un hombre en obtener esta clase de instrucción? El espacio más corto de la vida. ¿¿Y será posible que por no tener valor para hacer frente a tan pequeños inconvenientes, establezcamos un principio de retroceso y dejemos siempre empañada nuestra carta fundamental publicando nuestra miseria e impotencia? Por otra parte, en diez años que van corridos bajo la observancia de la actual Constitución ¿se ha adelantado algo con este artículo? ¿Se han estimulado las masas a aprovechar su parte favorable? No y no: la misma excepción está proclamando que es enteramente inútil, que los pueblos ejercen sus derechos sin esos graves y temibles inconvenientes que tanto se ponderan.

Pero suponiendo por un momento que es imposible instruir al pueblo y que no se puede siquiera enseñarle a escribir ni leer, aun en este extraño caso, siempre sería un atentado privarle de los derechos políticos y del derecho de sufragio. Al hombre que se constituye en sociedad no se le puede arrancar ese mismo derecho de formar parte de la sociedad y mucho menos a la mayoría de una nación: porque el derecho de ser ciudadano en ejercicio y el derecho de sufragio forman, por decirlo así, su existencia social. ¿Cómo hemos subsistido en 25 años de vida política? Nuestros congresos, nuestros gobiernos han nacido de ese pueblo que se quiere seguir humillando: y si no hubieran sido los motines militares nuestra ventura habría sido estable apoyada por los sufragios de los que no saben leer ni escribir. Y si se quiere remediar los inconvenientes eleccionarios ¿no es más fácil dictar leyes secundarias que aseguren la libertad y la dignidad de los que eligen? Sí señor: medítense reglamentos suficientes, rectifíquense los procedimientos eleccionarios, trátese de prevenir todos los vicios, y no habrá necesidad de hacer la guerra a los principios, ni arrancar derechos de los ciudadanos. ¿También esto será imposible? Haya constancia, trabajo y buena fe y no lo será.

Señor, cuando levantamos el glorioso pendón de la independencia, no hemos proclamado las restricciones, ni la subsistencia de los privilegios: hemos proclamado un principio y este principio era la igualdad de los derechos, la fraternidad de las garantías. La revolución americana iniciada por nuestros ilustres próceres y consumada por los pueblos debe organizarse ya en provecho de los pueblos: y ahora que un movimiento de renovación general anima a todo el mundo y parece presidir a la civilización del siglo XIX sería monstruoso el que subsistiese en la carta fundamental peruana un mandato que degrada a los que mandan como a los que obedecen. Debemos cuanto antes arrancar ese sarcasmo contra las instituciones liberales: debemos empezar nuestras reformas regenerando a esa parte envilecida de los peruanos por medio de la instrucción: realicemos el santo dogma de la fraternidad, desembarazando a la libertad y a la inteligencia de las trabas que las ahogan, y entonces tantas ilusiones se verán cumplidas, tantas esperanzas se verán satisfechas. No hagamos aprecio del despecho, del rencor y de la vacilación de los que obedecen a preocupaciones o hábitos de otro régimen. Necesario es convencerse que todos los poderes emanan del pueblo, cuya totalidad es la única soberanía y esta soberanía es una y no puede expresarse sino por el sufragio universal.

Ante la fuerza de estas razones estoy por la supresión total del parágrafo 2.° del artículo 8 y que esta supresión se considere en el proyecto como reforma constitucional.

El señor Salcedo habló sosteniendo el dictamen de la comisión.

El señor Gamboa. Señor. Como el proyecto que el Congreso apruebe ahora, no debe contener otros artículos que aquellos que directamente sean reformando la Constitución, como para dar otras leyes no necesita el Congreso tantas escalas, y tan repetidas formas, y como reconociendo u principio de diferentes modos se corren peligros graves, que pueden ser trascendentales a la nación entera; mi voto es porque, o se deseche el artículo como innecesario, o se modifique suprimiendo el requisito indispensable de saber leer y escribir para ser ciudadano en ejercicio. Bien podía yo mismo haber presentado en las anteriores legislaturas el proyecto de que se trata: bien podía haber creído entonces que darles el derecho de ejercer la ciudadanía a los que no saben leer, era una reforma del artículo constitucional; ¿pero creeré lo mismo, y podré llevar adelante mis pensamientos, después que el Congreso del 47 sancionó que no era reforma constitucional dando la ley de prórroga? Resultaría que aquella ley fue mal dada, y que los resultados de dicha ley son nulos: resultaría que los electores nombrados, por hombres que no eran ciudadanos en ejercicio eran nulos: resultaría, por último, que los diputados elegidos por electores nulos, no podían ni debían ejercer su misión; consecuencias muy rectas que llegan a poner en duda la existencia legítima del cuerpo legislativo, o cuando menos manifiestan terminantemente un feo contra sentido en los trabajos parlamentarios. La ley que se dio en el anterior Congreso, fue buena en mi concepto, porque una de nuestras atribuciones es habilitar el ejercicio de la ciudadanía a los que lo habían perdido, no necesitamos pues recurrir todavía la modo de reformar los artículos constitucionales para hacer estas concesiones.

Querría, sí, en lugar del artículo que se discute, otro más liberal, más republicano, querría que se suprimiese esa odiosa restricción de saber leer y escribir para ejercer la ciudadanía, porque en un sistema de todos para todos, a nadie se le debe negar el primer derecho que la naturaleza ha concedido a cada uno, de concurrir a la formación del gran pacto social, y a la elección del hombre que ha de gobernar. Se contenta el señor Salcedo con dejar para los indios el título de ciudadanos; ciertamente que muy poco o nada le dejarían a él, si quitándole la facultad de ejercer su misión de senador le sobrara solo el título, rehusaría desde entonces hasta oír el honroso dictado de senador por no hacerse el objeto de la burla.

Mucho se teme que los hombres que ignoran el arte de leer y escribir, no pudiendo, por este motivo, cumplir sus deberes de ciudadano, solo sirvan de ciegos instrumentos a otros: no temían los antiguos republicanos en sus actos más solemnes abusos semejantes, y el ateniense que alcanza la concha para que inscriba el nombre de Arístides, ejerció libremente su voluntad soberana, mandando el ostracismo de la víctima cuyas manos le servían; tal vez no hubiera cometido ese acto de injusticia, sabiendo leer y escribir, me dirán algunos, yo diré a mi vez que en la masa del pueblo no es la señal positiva de una conciencia recta el saber leer y escribir, y Arístides desterrado por solo los hombres que sabían escribir, jamás habrían logrado la declaración inocente del fundamento de su ruina, y su título de hombre justo no honraría su inmortal memoria.

El señor Ordóñez habló sosteniendo el dictamen de la comisión, y manifestando que esta no había hecho otra cosa que aprobar la proposición hecha por las cámaras.

El señor Herrera. Tres cuestiones de orden se han suscitado en el curso de la discusión. La primera, que promovió el señor Polar y ha vuelto a presentar el señor Ordóñez, es si se podrá impugnar el proyecto de reforma constitucional que propone la comisión, siendo así que es el mismo que se propuso a las cámaras, cuando declararon la necesidad de la reforma. La segunda es si no se opondrá la discusión del dicho proyecto al artículo 193 de la Constitución, que previene se discuta en las primeras sesiones del Congreso renovado; esta es la cuestión presentada por el señor Salcedo. La tercera suscitada por el señor Gamboa, es si habiéndose ya concedido por una ley a los indios y mestizos que no sepan leer y escribir, el ejercicio de la ciudadanía, convendrá que el Congreso les conceda la gracia de nuevo en un artículo constitucional.

La Constitución tiene resuelta con harta claridad la primera de estas cuestiones: (lee) «la reforma de uno o más artículos constitucionales se hará por el Congreso conforme a las siguientes disposiciones. La proposición en que pide la reforma de uno o más artículos, podrá presentarse en cualquiera de las dos cámaras, firmada, al menos, por un tercio de sus miembros presentes. Será leída por tres veces […] Se deliberará, si ha o no lugar a admitirla a discusión. En el caso de la afirmativa, pasará a una comisión[…] para que presente su respectivo informe sobre la necesidad de hacer la reforma[…] Se observara lo prevenido en la formación de las leyes; siendo necesarios los dos tercios de sufragios en cada una de las cámaras». He aquí, señores, el primer paso que hay que dar en materia de reforma constitucional. Las cámaras separadas declaran primero la necesidad de la reforma y nada más. Esto es todo lo que se ha hecho hasta aquí. (Vuelve a leer) «Sancionada la necesidad de hacer la reforma, se reunirán las dos cámaras para formar el correspondiente proyecto». Esto es lo que estamos ahora haciendo.

La Constitución quiere que no se declare digno de reforma ninguno de sus artículos, sino en cámaras separadas y por los dos tercios de votos de cada una de ellas, para asegurar la madurez de la deliberación y el acierto en la resolución sobre asunto de tanta monta. Pero declarada una vez la conveniencia de la reforma, las dos cámaras deben reunirse para trabajar en una sola asamblea el proyecto de reforma, que han de proponer al Congreso, luego que se renueve en la parte que ordena la misma Constitución. Muy importante es, señores, esta medida de la ley fundamental, porque puede suceder que una cámara crea reformable algún artículo constitucional por razones diversas y contrarias tal vez, a la que la otra cámara tenga para hacer la misma declaración. Reunidas ambas, las razones se comparan, las pasiones se combaten y al fin, la mayoría forma su juicio y presenta un solo pensamiento y una sola mira a la legislatura que ha de examinar el asunto de nuevo con hombres nuevos. Si tan terminante es el texto constitucional: si, según él, las cámaras separadas no han podido hacer otra cosa que declarar reformables los artículos de que se trata: si para formar el proyecto, y no con otro fin están reunidas ahora, ¿de dónde puede nacer la duda de si puede discutirse el proyecto que la comisión ha presentado? Nace de que ese proyecto se había presentado ya a las cámaras separadas: pero, señores, si está visto que conforme a la Constitución, el proyecto no puede formarse sino por el Congreso pleno, es claro, que cualquier trabajo que se haya emprendido antes de tiempo acerca de esto, es ahora como si no existiera: es nada, porque nada es a los ojos del Congreso lo que no tiene existencia constitucional. Estamos, pues, expeditos para hacer el proyecto de reforma, ya en el sentido que se ha indicado a las cámaras separadas, ya en cualquiera otro, aunque sea el opuesto, si la discusión inclinare a ello la razón del Congreso.

La discusión, señores, es necesaria, es indispensable, aunque no hagamos ahora más que un proyecto que no tendrá fuerza de ley, si no es discutido y aprobado por al siguiente legislatura. ¿Cómo podrá el Congreso, cómo podrá una asamblea cualquiera de seres racionales adoptar un pensamiento como suyo, si no lo examina?, y ¿cómo se examinará, si no se discute? No por eso dejará de ser mero proyecto, porque cuando se vote, no se ha de declarar si ha de tener o no la fuerza del artículo constitucional, sino, si el Congreso lo cree digno de ser adoptado por él como proyecto; si lo adopta o no como tal; si lo propone o no al Congreso venidero para que en el caso de que lo tenga a bien, lo convierta de proyecto en ley constitucional. Esto creo que resuelve la segunda cuestión. Paso a ocuparme de la tercera.

¿Convendrá que el Congreso examine ahora, si ha de conceder o no por un artículo constitucional, a los indios y mestizos que no sepan leer y escribir, la gracia de la ciudadanía que les concedió ya por una ley secundaria? Si se hizo bien en sancionar esa ley, dice el señor Gamboa, es inútil ocuparnos de lo mismo en la reforma de la Constitución. Si se hizo mal, porque la materia era constitucional, el Congreso cometió un atentado. No me atrevo yo a calificar de atentado los actos del Congreso. Pero lo cierto es que las calidades que ha de tener el natural de la nación para ejercer los derechos de ciudadano, se determinan en la Constitución. La nuestra no ha dejado un asunto tan grave expuesto a las variaciones que pueden sufrir las leyes secundarias, y ha determinado cuanto se requiere para ejercer la ciudadanía inclusa la calidad de saber leer y escribir, excepto los indígenas y mestizos hasta el año de 1844. Si esta disposición constitucional se ha variado por una simple ley, sin observar los trámites indispensables para reformarla válida y legítimamente, es preciso apresurarnos a remediar el mal y examinar, si hemos de adoptar como proyecto de reforma constitucional, eso que se dio como ley contradiciendo la Constitución.

Dejando ya las cuestiones de mero orden, me contraeré a la principal; y animado de los mismos sentimientos de amor a los derechos humanos y al ennoblecimiento del hombre, que han manifestado los señores que me han precedido en la tribuna; y partiendo del mismo principio solidísimo que estableció el señor Cavero, voy a deducir consecuencias absolutamente contrarias a las ideas que hasta aquí se han vertido. Con otro motivo indiqué ya en mi Cámara mis ideas sobre el particular. No pueden ser otras las que desenvuelva ahora ante el Congreso. El verdadero origen de todos los derechos es la naturaleza del hombre, ha dicho el señor Cavero. Así es, en efecto, y por eso estoy contra el proyecto que se ha presentado para la reforma del artículo 8 de la Constitución parágrafo 2. Se quiere que los indios y mestizos sean ciudadanos en ejercicio aunque no sepan leer ni escribir, hasta el año de 1860. Pero supuesto que este derecho ha de emanar de la naturaleza; y que reconocemos, que el que no sabe leer ni escribir carece de él, ¿cómo, por nuestra simple voluntad, podemos crearlo y concederlo a todos los indios y mestizos? Sería preciso para esto, negar la realidad que tiene el derecho, independientemente del querer de los hombres; manifestar una vergonzosa ignorancia del principio fundamental de la jurisprudencia que nos ha recordado el señor Cavero; y adoptar el desatino de Rousseau, que la ciencia tiene refutado y completamente destruido, muchos años ha, de que los derechos tienen su origen en la voluntad humana: todo lo cual es indigno de la sabiduría del Congreso.

He oído un pensamiento que envuelve un error capaz de viciar todos nuestros juicios en la materia que nos ocupa. Se ha dicho, y no una sola vez, que sería injusto declarar, que no pueden ejercer la ciudadanía los indios y mestizos que no saben leer y escribir; porque en tal caso, se les aplicaría una pena porque ignoran lo que no ha estado en sus manos aprender. Mas, no se trata aquí de castigar, señores. Séame permitido, ya que es necesario, ocurrir a las··primeras nociones, a las ideas preliminares de la ciencia constitucional. Por dos razones se puede carecer de un derecho: o por incapacidad natural, o por delito. En el segundo caso, la privaci6n del derecho o más bien de su ejercicio, es una pena que la ley impone y se puede levantar al delincuente, luego que acredite la reforma de su corazón. En el primero, hay carencia natural del derecho; y cuando la ley declara que no existe, declara un hecho que no puede remediar: no impone pena.

Pero todos los hombres son iguales en derechos, porque la naturaleza humana en todos es la misma. Cierto, señores, que todos tenemos una misma naturaleza; que todos somos hermanos porque somos hijos de un mismo padre; que todos tenemos el mismo destino y estamos llamados a gozar y ejercer los mismos derechos en iguales circunstancias. El derecho en germen, digámoslo así, es el mismo en cada hombre; pero no se desenvuelve, sino a medida que se desenvuelven las facultades humanas. Desde que nace el hombre es libre y tiene necesidades materiales. Por consiguiente, desde entonces posee el derecho de libertad y el de propiedad. Con todo ¿a quién se le ha ocurrido llamar tiranía a la autoridad paterna y establecer que el niño pueda gobernar su persona y tener libre administración de su hacienda?: ¿que tiene la facultad de hacer lo que quiera de sí mismo y de contratar, entregando sus bienes a quien le satisfaga un gusto caprichoso? Pues así como la ley civil limita, o hablando con más exactitud, declara limitados los derechos civiles de los niños y hasta cierto punto los de las mujeres por su incapacidad natural, así la Constitución tiene que declarar limitados los derechos políticos y reconocer que no tienen derecho de sufragio los que no saben leer ni escribir, sea cual fuere su raza, porque no se ve en ellos el indicio de capacidad.

Se ha pintado como una barbaridad que en el Perú se establezca el principio de que quien no sepa leer ni escribir no ha de ejercer la ciudadanía. Esto es declarar que las tres cuartas partes de nuestra población están excluidas de la ciudadanía y de todo influjo político. Tal declaración es una barbaridad para el señor Farfán: es horrible y ha estremecido su corazón que arde como el mío en amor a esos desventurados.

Pero ¿será barbaridad, señores, negar el sufragio a las tres cuartas partes de la población, si desgraciadamente, esas tres cuartas partes son incapaces de votar?, ¿si esas tres cuartas partes tienen menos razón y menos voluntad propia que las mujeres y los niños civilizados, a quienes con justicia se niega el voto?: ¿si el voto en lugar de ser para ellos un bien, es una carga insoportable, es un daño positivo, porque les hace emplear en un acto que no comprenden y que les es imposible realizar, el tiempo que han menester para emplearlo en el trabajo y ganar un alimento que, aun sin estos estorbos, siempre es escaso y siempre está humedecido con lágrimas? No, señores; esta no es barbaridad. La contrario… no diré que sea barbaridad, porque al fin es una opinión que se ha emitido en el Congreso. Mas esto no es barbaridad. Esto es justicia: esto es humanidad: esto es conducirnos como se conducen todos los pueblos donde alumbra la luz de la civilización. Mostradme una nación, señores, antigua o moderna bien organizada, que en la calma de la paz y bajo el imperio, no de la fiebre revolucionaria, sino de la razón y de los principios eternos del derecho, haya declarado nunca el sufragio universal. Mostradme una nación, donde no se hayan exigido para conceder la ciudadanía activa, ciertas calidades como muestras y garantías de capacidad, esto es, de juicio propio y de independencia personal. Allí está Atenas, dice el señor Gamboa. El ciudadano

que suplicó a Arístides escribiera su nombre en la concha, no sabía escribir y quizá ni leer. Es verdad. No puedo negar ese hecho que se encuentra entre los grandes escándalos de la historia. Arístides paseaba tranquilo cuando se le acercó un compatriota suyo pidiéndole que escribiera su propio nombre, para votar en la plaza de Atenas por su destierro. El ilustre ateniense preguntó al sufragante si conocía a Arístides y si había recibido de él algún daño. No lo conozco, contestó el ciudadano, que no podía escribir y podía desterrar, tampoco me ha hecho ninguna injuria: pero estoy cansado de oír que le llaman el justo y quiero que sufra el ostracismo. Arístides calló y escribió su nombre. El hecho por sí solo contesta a las reflexiones del señor Gamboa y a cuantas se han aducido en favor del sufragio de los indios y mestizos que no saben leer ni escribir. Arístides no habría sido desterrado si no hubieran ejercido la ciudadanía hombres que no sabían escribir: hombres estúpidos, incapaces de saborearse con el placer de la virtud y que se fastidiaban de ella hasta el punto de castigarla con el destierro. Dad la ciudadanía, señores, y la facultad de disponer de la suerte de los peruanos a hombres que no sepan leer ni escribir: no vayáis después a hacerles votar como queráis vosotros: dejadlos en completa libertad y veréis cuántos Arístides son sacrificados en el Perú. Al que no sabe leer ni escribir no se puede declarar la ciudadanía: no precisamente porque ella consista en actos de lectura y escritura, sino porque en el estado actual de las sociedades humanas, la carencia de estos primeros conocimientos es una señal indudable de carencia de toda educación; de carencia de discernimiento y por consiguiente de carencia de libertad para elegir. Hay, pues, en ellos incapacidad: hay falta de poder natural de ejercer la ciudadanía, por defecto de desarrollo de sus facultades. El Congreso nada les quita con declarar la realidad diciendo que no son ciudadanos: así como nada les daría con declararlos ciudadanos, pues esta declaración no podría comunicarles la capacidad de que carecen.

Aun cuando nosotros ejerciéramos una soberanía absoluta, como piensan algunos, sin embargo de que la Constitución solo nos concede dentro de límites muy marcados el poder legislativo, no podríamos dar derechos a quien careciese de ellos. Dar derecho, rigurosamente hablando, es crear, y a crear no alcanza el poder del hombre, por amplio e ilimitado que se suponga. Así, conceder la ciudadanía a quien naturalmente no la tiene, porque no ha cultivado sus facultades hasta donde es indispensable para ejercer las funciones de la ciudadanía, es conceder una ciudadanía que nunca se ejercerá, es conceder una ciudanía de farsa y de puro nombre. Suponed, señores, un pueblo donde haya cien habitantes varones de más de veinticinco años: que solo diez de ellos sepan leer y escribir y comprendan la importancia de los actos electorales: que sin embargo voten todos, porque la ley dice que todos son ciudadanos. ¿Qué sucede, señores?, ¿esos noventa infelices a quienes se viste la gala de la ciudadanía, son ciudadanos en efecto? ¿Son ellos los que votan? ¡Ah señores! confesemos la verdad: declaremos lo que pasa a nuestra vista; lo que presenciamos todos los días. Ellos no votan. Reciben de los otros un papel y, sin saber por qué razón ni con qué fin, lo echan en la ánfora. ¿No es esto lo que pasa, señores?: ¿no es esta la verdad?: ¿no es lo que vemos? Invoco el testimonio de cada uno de los miembros del Congreso (una voz ¡Cierto! Rumor de aprobación). Pues si esta es la verdad, y si esto vemos, los noventa ciudadanos de mero título, que he supuesto, no son verdaderos ciudadanos. Son noventa brazos más que se da a los ciudadanos verdaderos para que echen noventa votos más en el ánfora. Si esta es la verdad y si esto vemos, decretar la ciudadanía de todos los indios, es decretar un imposible: es pretender que nuestra voluntad impere sobre naturaleza y cambie sus leyes: es incurrir en el absurdo más chocante yen la más ridícula necedad.

Se cree que negar el voto a la mayoría de los indios es degradarlos y declararlos reducidos a la clase de esclavos, porque se les priva de todo influjo en el orden político. Y yo pienso al contrario, que darles voto y participación en la política es la verdadera obra maldita de degradación y de repugnante envilecimiento de esa raza infeliz. Votar, es conocer que un ciudadano es a propósito para desempeñar con acierto un cargo público: es querer que lo desempeñe: es en fin, expresar este pensamiento y este deseo. Está visto ya que el que, en su ignorancia de la lectura y escritura lleva el indicio cierto de su imbecilidad, no puede practicar esta operación compleja, en la que intervienen la razón, la voluntad y la acción exterior. Está visto ya que es imposible vote y que por consiguiente, no vota, aunque por una extravagancia singular e inconcebible, se le haya declarado el derecho de sufragio. Está visto que no puede hacer más ni hace más, que servir a otro de instrumento para la votación. De modo que este miserable, quiera o no quiera, ha de conducir a la ánfora ciegamente el papel que le pongan en la mano, y que es la expresión ajena de un pensamiento y de una voluntad ajenos. Pregunto ahora, señores, ¿el hombre en esta extraña situación está ennoblecido o lastimosamente degradado?: ¿es ciudadano o esclavo de los ciudadanos cuya voluntad ejecuta?: ¿es hombre?: ¿es bestia, a quien contra su voluntad y haciéndole sufrir inexplicables amarguras, se obliga a marchar de su hogar al pueblo cabeza de la parroquia?: ¿es una máquina de votación que sirve, sin comprenderlo, como la ánfora y como la mesa al designio de los sufragantes? ¿Qué cosa es, señores, este desdichado?: ¿en qué se le ha convertido? Esta, sí, es verdadera y espantosa degradación de la naturaleza humana. Y después que por muchos años hayan permanecido los indios en tal estado: después que se haya arraigado en ellos el hábito de ejercer esta función de esclavos, de bestias o de máquinas ¿cómo será posible ennoblecerlos nunca y elevarlos a la clase de ciudadanos verdaderos? He aquí, señores, como un pensamiento falso en política, por puros y laudables que sean los sentimientos que lo hayan inspirado, produce y agrava y hace incurables los mismos padecimientos sociales que se propone remediar.

Como el proyecto está en manifiesta contradicción con las leyes de la naturaleza y con los principios del derecho, no es extraño que por cualquier lado que se le mire, presente un aspecto monstruoso. Los indios y mestizos serán ciudadanos, aunque no sepan leer ni escribir, hasta 1860: pero los que no sepan leer ni escribir de ese año para adelante, ya no serán ciudadanos. No sé cómo conteste la comisión a los raciocinios, con que han impugnado esta limitación de tiempo los señores que profesan los principios que ella ha adoptado. Yo que no admito esos principios, no puedo dejar de asombrarme con todo de que la comisión crea justo negar la ciudadanía a los que no sepan leer ni escribir después del año 60, y que no crea que lo es ahora. Ved bien, señores, lo que vais a decir a la faz de las naciones cultas del mundo. Esa designación de tiempo significa, o que para el entendimiento de los peruanos las reglas de la justicia son variables, esto es, que para nosotros no hay verdadera justicia ni verdadero derecho; o que, aunque reconocemos su imperio, no estamos ahora de humor de sujetarnos a él, Y que el acatamiento y la profunda sumisión que merecen las leyes que reglan la conducta de la humanidad, se reservan para el año 1860, a no ser que se nos ocurra entonces otra cosa.

Otra monstruosidad me llama fuertemente la atención en el proyecto. Ya que se cree conveniente dar la ciudadanía a hombres incapaces de ejercerla, se limita este especial privilegio a los indios y mestizos. Y de paso, señores, ¿qué es mestizo? (movimiento de sorpresa): ¿qué grado de tinte indígena ha de tener la piel de un peruano para llamarse mestizo, para gozar del privilegio de votar sin saber leer ni escribir, y de que se diga que hace lo que no puede hacer? Esto me parece que podría ocasionar dudas muy frecuentes y que sería difícil resolver.

Volviendo al pensamiento que me ocupaba, si podemos dar la ciudadanía a los que no saben leer ni escribir ¿por qué, entre los que se hallan en esta triste condición, preferimos a los indios y a la casta indefinida de los mestizos? ¿Será porque pensamos, como algunos insensatos, que solo los indios y sus descendientes son los dueños de la tierra? ¡Cuidado, señores!; que tal pensamiento a más de injusto, sería imprudente y peligroso. El que nace en un suelo es natural de él: tiene los mismos derechos que los que como él han nacido allí: y nadie puede disputárselos, porque ha recibido su título de manos de la naturaleza que los da siempre legítimos. ¿Por qué excluimos pues a los blancos, a los negros y a los mulatos, cuarterones y en fin, a todas las castas que resultan de las tres razas primitivas? Se dirá, que estas castas y los blancos tienen medios de aprender a leer y escribir: pero no es así porque muchos carecen de esos medios. Y de la raza negra, de esa raza desgraciada y envilecida, que merece nuestra compasión tanto como los indios ¿qué se dirá? ¡Qué!, ¿no son ellos también nuestros hermanos? El principio de fraternidad que con tanto ardor y sentimiento se acaba de proclamar en la tribuna a favor de los indios, y que tan de veras y tan profundamente ha conmovido mi alma, aunque no para darles la ciudadanía: ese principio moral y santo ¿no comprenderá a los hombres negros?: ¿el negro no será nuestro hermano, no será hombre? Si se trata de dar una muestra, aunque mala, de respeto al hombre indio y al hombre mestizo, yo reclamo, señores, respeto también para el hombre negro que es hijo de Adán y de Dios como yo; respeto para el hombre blanco; respeto para el hombre de cualquiera de las innumerables castas que forman la nación; yo reclamo respeto para la humanidad. Si se ha de conceder la ciudadanía a algunos que no sepan leer ni escribir, es preciso concederla a todos los que se hallen en el mismo caso: y la reforma de la parte del artículo constitucional que nos ocupa, debe reducirse a suprimirla. Entonces sabrá el mundo, que, en el Perú, no se necesita saber escribir ni saber leer para titularse ciudadano. Dirá, es regular, que este es un pueblo bárbaro: pero, a lo menos, no dirá que es injusto.

El proyecto, señores, no se puede aprobar por el Congreso. Es una injusticia: es una imposibilidad: es degradar más al indio, es luchar con la naturaleza para que la naturaleza se burle de nosotros. Comprendo bien la pureza y la ternura de los sentimientos que han inspirado a la comisión la idea que combato. Yo también amo a los indios: he vivido algunos años entre ellos: he oído sus gemidos: he recogido sus suspiros en mi corazón, y en la vida práctica he mezclado mis lágrimas con las suyas. Mucho tiempo he pensado en los medios de mejorar la suerte de los indios con el anhelo del amor y con la seriedad de un hombre de bien que conoce que nunca se emplean mejor la facultades mentales que cuando se emplean en el alivio de los que padecen. Pero no podía encontrar ni he encontrado otro medio que la educación. Empléese una buena porción de la renta pública en escuelas. Instrúyase, edúquese al indio, y se mejorará su condición. De otro modo, nuestros deseos, por laudables, por hermosos que sean, serán siempre estériles: porque donde quiera que un hombre estúpido esté colocado al Iado de otro que haya cultivado su inteligencia, si no ha llegado este a un grado de probidad, que no es común entre los hombres, habrá siempre una víctima y un verdugo. Educación, educación, señores, para los indios: y por lo que hace a derechos, reconozcamos que nosotros no podemos hacer más que declararlos cuando existen, y que solo Dios puede crearlos.

El señor Cuadros (D. Manuel). Señor. Habiendo demostrado el señor Herrera que nos hallamos en disposición de suprimir el inciso 2 del artículo 8, contra lo opinado por el señor Ordóñez, paso a encargarme de la cuestión.

El citado inciso eige para el ejercicio de la ciudadanías saber leer y escribir, excepto los indígenas y mestizos hasta el año de 1860. No sé por qué quiere dársele tanta importancia al arte de escribir, hasta el punto de privar del ejercicio de la ciudadanía a los que lo ignoren. Grandes sociedades con hombres eminentes hubo antes de la escritura, y aun repúblicas en que todos ejercían la ciudadanía sin ese requisito desconocido entonces. Cadmo con su alfabeto diminuto y que constaba de 16 letras introdujo la escritura entre los griegos que ya tenían mucho tiempo de progreso y que ya habían visto florecer entre ellos hombres de gran mérito.

En la edad media aún era vergonzoso saber leer y escribir y se puede decir que después de la fábula fue el tiempo de los héroes. Aquí mismo tenemos a Francisco Pizarro que sin saber leer ni escribir hizo cosas prodigiosas. Y siendo esto así ¿por qué queremos privar a los indios y mestizos del ejercicio de la ciudadanía, si no aprenden a escribir para el año de 60? ¿No es ridículo estar prorrogando este plazo como lo hemos hecho, por leyes secundarias sin respeto a las fórmulas constitucionales?

Son muchos los casos, más bien todos en que la ciudadanía se ejercite sin la escritura a excepción de las elecciones que se hacen por sufragios: y si yo presento un método, método que he practicado presidiendo la mesa electoral, no habrá inconveniente en que se suprima del proyecto el inciso 2 del artículo 8.

Cuando se me presentaba algún ciudadano que ignorase la escritura le preguntaba por quién sufragaba, y hacía escribir por los secretarios el nombre o nombres que designaban, y al tiempo del escrutinio agregaba esos votos así recibidos para confrontar el número de votantes con los sufragantes. Esto, que es obvio y tan sencillo y conforme a la razón, no se hallaba prohibido por la Constitución y por consecuencia se marchaba seguro del acierto: pues esto mismo debe arreglarse en la ley de elecciones para que no veamos los dos tercios de ciudadanos que componen los indios y mestizos según se ha manifestado por el señor Gamboa privados del ejercicio de la ciudadanía como lo están por el inciso en debate, que sufrirá las alteraciones vergonzosas, que llevo indicadas, porque después del año 60 hallaremos a esas castas tan ignorantes como al presente en el arte de escribir. Yo pregunto a los señores diputados del interior, si no es cierto que los padres no dedican a sus hijos a ese aprendizaje por la necesidad que de ellos tienen para la pastura de ganados, y cultivo de sus campos.

El indio y el mestizo no son tan torpes como se cree; y llegándose a la mesa electoral bien sabrán decir por quién o por quiénes es su voto, al paso que los separaremos de esta grande función de soberanía, si se continúa el método hasta aquí seguido.

Antes de concluir agregaré una reflexión a las hechas por el señor Herrera. Por el artículo 192 el proyecto de reforma se pasa por el ejecutivo al Consejo de Estado y con su informe lo remite a la legislatura inmediata. Si el Consejo sabedor e este debate, pina por la supresión del inciso como ahora se pretende, y no se hace , la próxima legislatura se hallará embarazada en la cuestión por defecto de las fórmulas. No importa que hasta este día haya pasado el proyecto como se halla, es decir concediéndoles hasta el año de 60 a los indios y mestizos el tiempo para aprender a escribir. Si pues ya queda demostrado que sin la escritura se ha ejercido la ciudadanía en imperios y repúblicas florecientes, y se ha tocado por la experiencia que nuestros indios y mestizos no entrarán en ella en mucho tiempo, no demos lugar a tropiezos en las elecciones manteniendo en el proyecto el inciso 2 del artículo 8.

El señor Gálvez quedó con la palabra; y se levantó la sesión a las tres de la tarde.

Sesión del miércoles 7 de noviembre de 1849

(Presidencia del señor Herrera)

Abierta a las dos menos cuarto de la tarde con 15 senadores y 55 diputados, se leyó y aprobó el acta anterior, con una modificación referente a indicar que el señor Ponce no había tomado la palabra.

Continuó la discusión pendiente del párrafo 2 artículo 8 reformable de la Constitución que se leyó.

El señor Gálvez. Señor. He sido arrebatado como todos por la poderosa palabra del honorable señor Herrera, y he sufrido más que nadie el dominio de su voz que, tanto tiempo ha, estoy acostumbrado a escuchar como el oráculo de la más sana filosofía y delas verdades más elevadas. Así, cuando después de él me he atrevido a hacer oír mi voz en este recinto, es porque me ha impelido una fuerza que no estaba en mi mano resistir. La elevada inteligencia del orador después de recorrer las más altas regiones de la filosofía nos ha conducido insensiblemente a conclusiones que podían ser fatales a nuestro sistema; y aunque el patriotismo del orador nos respondiese hasta la posibilidad de un ataque intencional, no se podía dejar de temblar al ver en tan robustas manos la espada que dirigida contra el error podía tal vez herir nuestros principios en su santuario.

Al defenderlos, yo no presumo entrar en una lucha que sería harto desigual pero si creo que la verdad es poderosa por humilde que sea le labio que lo profiera y que sabrá defenderse por sí misma.

Dos cuestiones se han agitado, cuestión de orden y reforma de un artículo constitucional.

En cuanto a la primera, creo como el ilustre orador a que he aludido, que el Congreso se halla en la libertad de modificar el artículo constitucional cuya necesidad de reforma se ha reconocido en cámaras separadas, sin que tenga precisión de ceñirse estrictamente al proyecto de reforma que en ellas se sancionó, adelantando una operación que debió reservarse para el Congreso reunido. Muy terminantes son los artículos de la Constitución que señalan la conducta que ha debido observarse: presentada la moción de reformas debió sancionarse en cámaras separadas la necesidad, y nada más la necesidad de la reforma; y obtenida esta sanción, se ha debido formar en el Congreso reunido el proyecto que satisficiese esta necesidad. Obrar de otro modo, sancionar en cámaras separadas no solo la necesidad de la reforma, sino también el proyecto mismo de los artículos con que se había de sustituir a los reformados, sería reducir la operación del Congreso pleno, a la aprobación de una simple redacción, quedando sin sentido la disposición de que se discuta ante él este proyecto. A eso se agrega, que someter al Congreso un proyecto formado en las cámaras separadas por representantes que no son en su totalidad los mismos, sería imponerle la necesidad de presentar como pensamiento suyo, el que no lo era sino de las cámaras separadas, y atropellando los trámites se atropellaría también la dignidad del Congreso reunido, cuya participación en la reforma constitucional vendría a ser una estéril solemnidad. Y en consecuencia juzgo, que no haciendo mérito del proyecto de reforma verificado en cámaras separadas, es nuestra atribución llenar del modo que creamos más conveniente la necesidad de reforma reconocida en aquellas.

Hasta aquí estoy completamente de acuerdo con el señor Herrera, pero no lo estoy en que el Congreso goce de una libertad absoluta para modificar de cualquier manera el artículo que ha de reformarse; porque si es necesario que el Congreso ejerzas una atribución propia y exprese un pensamiento propio, al sancionar el proyecto de reforma no debe ponerse en contradicción con el espíritu revelado en las cámaras separadas; y si la modificación ha sido obra suya, como la continuación de una obra ya comenzada, sería una anomalía establecer que pudiese apartarse completamente de la senda indicada por las cámaras separadas. En estas al reconocerse la necesidad de la reforma, se ha indicado imprescindiblemente el sentido en que había de reformarse, y aunque en ellas no se le determine, su espíritu es por lo menos conocido. El Congreso tiene que completar el pensamiento de las cámaras separadas, que satisfacer la necesidad en ellas reconocida, y no puede contrariar su mente. El señor Herrera es de sentir que el Congreso se hallase en absoluta libertad para reformar de cualquier manera el artículo constitucional; en eso no estoy conforme, y luego manifestaré la aplicación que tiene ese principio al presente caso. Entro en la cuestión principal.

La capacidad es el origen del derecho. Tal ha sido el punto de partida para las teorías del señor Herrera. Procediendo de que todo derecho, dimane de la naturaleza, y de que son las facultades del hombre las que exigen para su desarrollo cierto género de relaciones con los demás, ha deducido que cuando no puedan sostenerse semejantes relaciones por la falta de facultades o por falta de capacidad, no existe el derecho que se funda en aquellas relaciones. Yo reconozco el principio de que los derechos del hombre están fundados en su naturaleza, y reconozco también que para ejercerlos se requiere cierta capacidad, pero no creo por eso que la capacidad sea el origen del derecho, sino solo una condición para su ejercicio. Yo creo que el fin del hombre revelado por su naturaleza, es el origen de sus necesidades y de sus derechos y que la capacidad no juega sino el rol de un medio de que no se debe prescindir para realizarlo; y tan lejos estoy de persuadirme que la capacidad sea el origen del derecho, como lo estaría de pensar que el derecho a alimentarse proviniese de la capacidad de tomar alimentos. Esta es una cuestión metafísica, pero que como muchas otras, es trascendental a la política, haciéndose sentir en una dura realidad, los errores abstractos que en ella pudieran cometerse.

Descendiendo del principio el señor Herrera hace entender, que el hombre no tiene derecho a obrar sino cuando tenga la capacidad de obrar bien: principio que le conduciría a exigir a cada uno sus títulos de capacidad antes de permitirle la libertad de obrar. Fatal sería por cierto a la dignidad del hombre y a la libertad, si desenvuelta esta teoría en sus últimas consecuencias, se aplicase rigurosamente a la vida social; no porque la capacidad no sea indispensable para obrar bien, sino porque la ley no puede tener en cuenta la capacidad de cada uno, sino dentro de estrechos límites que la naturaleza misma ha designado. Es racional, es justo que para permitir al hombre su acción como hombre se requiera el título de su capacidad como hombre; es decir que se le exija razón para conocer y libertad para obrar. Esto es todo lo que la naturaleza indica que puede exigirse para la acción humana, y si la ley se avanza a exigir requisitos facticios, creación de la sociedad misma, para ejercer un derecho natural, la ley es injusta y opresiva, la ley entonces choca directamente con ese principio tan luminosamente expuesto por el señor Herrera, de que no debe quedar a merced de la voluntad, de nadie, sino reconocer socialmente lo que la naturaleza, o mejor dicho Dios mismo ha establecido.

Aplicando su principio a la cuestión deducía el señor Herrera que los individuos que no saben leer y escribir, no tienen capacidad de ejercer bien el sufragio, que por lo mismo no tienen este derecho y que la ley no debía reconocérselo.

En primer lugar, no sé qué conexión necesaria puede haber entre el sufragio y la habilidad de leer y escribir, para creer de todo punto indispensable semejante requisito en los ciudadanos: el sufragio es la elección de los que se juzga más a propósito para ejercer un destino público, y aunque el hombre que sabe leer y escribir lleve consigo una probabilidad de saber mejor lo que hace por tener más medios de comunicarse con la humanidad, no siendo la comunicación por escrito, una condición indispensable para tratar y conocer a los demás hombres, mal se puede tachar de incapaces de sufragio a los que no posean este arte de comunicarse. Las sociedades y la política han sido anteriores al arte de la escritura, y en esas épocas apartadas, otros medios existían como existen al presente para conocer y distinguir a nuestros semejantes. ¿Por qué pues se quiere limitar a solo los que tengan aquella habilidad la capacidad legal del sufragio? ¿Por qué se desconoce que un hombre aunque no la posea tiene otros medios de proceder con acierto? Ayer se ha indicado de la tribuna, que un ciudadano sin saber leer ni escribir podría sufragar por las personas de su confianza, haciendo escribir en la mesa el nombre de sus candidatos. Ciertamente que ese medio sería bastante para remover el obstáculo propuesto; y si se teme que el sufragante quede a merced de los que escriben, si se duda hasta el punto del crédito que merece la humanidad, que se tema el engaño en medio de la publicidad misma, recuérdese que hay infinidad de otros medios de que el sufragante se cerciore de que no se le ha engañado, y que con nada podría contarse como válido y legal si persistiésemos en el temor de que no puede emitirse un sufragio sino por personas capaces de escribirlo.

En segundo lugar, ¿con qué título exigiría la ley la capacidad de leer y escribir en el sufragante?, ¿esta condición es acaso exigida por la naturaleza de la asociación política? indudablemente no lo es, porque para ser miembro de una sociedad política, no pueden exigirse sino las condiciones que da la naturaleza misma. Con justicia, puede exigirse que el sufragante no sea un niño porque la naturaleza no le ha dado aún capacidad para obrar como hombre y ser responsable de sus actos: por la misma razón se puede exigir, que no sea un loco, un amente, y puede en fin, negar el sufragio a cuantos no tienen la dirección de sus propios actos, o no son dueños de sí mismos; pero no puede imponer una condición facticia, como la de saber leer y escribir, y si la impusiese sería tiránica y opresiva. ¿Por qué siguiendo la misma senda no habría de exigir mañana no solo la habilidad de saber leer y escribir, sino el conocimiento mismo del derecho público? Partiendo del principio de que la ley puede asegurar por cuantos medios estén en su mano el acierto en el sufragio, ¿por qué no habría de exigir el conocimiento de la organización del Estado reduciendo a unos cuantos individuos el número de los que habrán de disponer de la suerte de la nación?

Es degradar al hombre, decía el señor Herrera, ponerle a merced de la inteligencia, de la voluntad y tal vez de las pasiones de otro hombre. Yo me postro ante este noble pensamiento, pero creo que para realizarse en la política, no es el medio natural privar de toda cooperación a los mismos cuya dignidad se quiere respetar. ¿Sería por cierto elevar al hombre, declararle incapaz de obrar con acierto y colocarlo en la misma nulidad en que se hallan los seres inanimados? Se teme que diez hombres echen en el ánfora cien votos por noventa manos ¿y no se teme el confiar exclusivamente a esos diez hombres el destino de los otros? Si el hombre más hábil ejerce influencia en el que lo es menos, déjese obrar a este poder natural de la inteligencia y de la voluntad, pero déjesele sin que la ley intervenga para calcularlo y dirigirlo, porque esa influencia está enteramente fuera de sus cálculos y de su previsión. No se quiera formular como disposición social lo que no está sujeto al dominio de la sociedad. En la cadena inmensa de los seres humanos, cada individuo tiene una capacidad especial, y por lo mismo una influencia más o menos grande en sus semejantes, pero esta capacidad está fuera de toda determinación, es imposible precisarla, y por lo mismo no pude traducirse en una disposición jurídica, en una ley, porque todo en las leyes tiene que ser preciso y determinado. ¿Cortará acaso la ley con una espada ciega esta progresión indefinida de capacidades humanas, y colocará a un lado los que ella reputa capaces y al otro los que reputa incapaces? ¿Con qué derecho, con qué razón podría separar estas dos clases que realmente no existen? Un hombre poco capaz en cierto orden de cosas, puede ser muy capaz en un orden diverso, y en el inmenso número de combinaciones a que estas capacidades relativas podría dar lugar, la ley jamás podría encontrar una resolución. Pero aun cuando eso no fuera así ¿habría razón para declarar a los menos capaces absolutamente incapaces, y a los más capaces en únicamente capaces? ¿No sería esto retroceder a la funesta teoría de Aristóteles que dividía a la humanidad en parte destinada a mandar y parte destinada a obedecer, representando la una el alma y la otra todo el cuerpo? ¿No sería cometer la más errada de las abstracciones el prescindir en unos de toda su personalidad y entregársela arbitrariamente a otros. Yo apelo al mismo principio de la dignidad humana que proclamó el señor Herrera, para acusar de atentatoria contra la personalidad del hombre y la nobleza de su destino, la ley que dividiendo la humanidad en dos porciones confía exclusivamente a una la dirección de la otra, sometiéndola a su perpetua tutela.

El señor Herrera ha dicho también, que privar de la ciudadanía a los que no saben leer y escribir no sería un apena. Yo creo con el señor Gamboa que me precedió en la tribuna, que aunque no merecida semejante privación, y aunque no obtenida en consecuencia de un juicio, sería una exclusión enteramente semejante a las que se hacen por castigo: porque ya he dicho que siendo esta una condición artificial, al imponerse por la ley se exige de los individuos el aprendizaje correspondiente como condición del sufragio; si no adquieren aquella habilidad que naturalmente no puede venirles, la ley la reputa como una omisión que castiga del mismo modo que las demás faltas. ¿No sería esto una pena?

Así como me he estremecido con las consecuencias que pudieran deducirse de la doctrina de la capacidad, así me he dejado llevar del santo entusiasmo que anima al señor Herrera, cuando en la efusión de su amor al hombre donde quiera que le encontrase, deseaba que si en favor de la clase indígena disminuía la ley su severidad, no debía olvidarse de otra clase desgraciada también y a la que la sociedad ha marcado con el sello de la más negra injusticia. Yo también levanto mi voz en favor de la raza negra, de esa raza a la que debemos una solemne reparación, por la cadena que hemos hecho pesar por siglos sobre su cuello; y al emitir este deseo siento una inmensa satisfacción al advertir que es un deseo universal. ¡Pueden también estos desgraciados ejercer sus derechos de hombres, y no maldigan por más tiempo el que la naturaleza les haya hecho nacer al lado de otras razas, que olvidando ser sus hermanos la han convertido en sus esclavos.

Vuelco a la cuestión de orden. Si se aceptase la modificación propuesta por el señor Herrera, hallándose en contradicción con el sentido en que las cámaras separadas sancionaron la necesidad de la reforma, nos pondríamos en choque con la razón y el espíritu mismo de la Constitución. Las cámaras sancionaron la necesidad de la reforma en el sentido de ampliar hasta el año de 60 el ejercicio de la ciudadanía a los indios y mestizos que no sepan leer y escribir: el señor Herrera desearía que se modificase en el sentido de que no tenga derecho de sufragio el que no posea aquella habilidad, y el Congreso no podría acceder a este deseo sin ponerse en contradicción con las cámaras separadas, el Congreso no completaría el pensamiento de estas sino lo destruiría, y el Congreso no puede hacer esto conforme a sus atribuciones.

La mente de las cámaras fue establecer el principio de que en la Constitución de Huancayo no se exigió la cualidad de saber leer y escribir, sino como un estímulo para la ilustración de las masas, y si lo conservaba del año 60 en adelante era con el mismo objeto. Interpretar de otro modo la Constitución de Huancayo habría sido suponer a los legisladores culpables de la más grave aberración política; porque aun en los países más civilizados, en la Francia por ejemplo, allá donde la mayoría de los habitantes tienen esta habilidad, donde no sería tan opresivo exigirla como condición de ciudadanía, allí mismo, se abren con franqueza las puertas de la nación a todo hombre que quiere ser miembro suyo, y para los nacidos en el territorio basta un año de residencia en el lugar donde han de inscribirse en el registro cívico. ¿Y nosotros escasos de población, y atrasados en civilización, hasta el punto de que ni una vigésima parte de nuestros habitantes sepa ni aun esos primeros rudimentos; cerraremos la ciudadanía en límites que ni aquellas exuberantes naciones se han atrevido a poner? ¿Si tal hubiera sido la mente de la Constitución de Huancayo, no habría ciertamente merecido el dictamen de bárbara, que el señor Farfán aplicó a este sistema de exclusión?

En honor del Congreso que nos precedió debemos interpretar su disposición en el sentido que he manifestado; y siguiéndola no pensemos ni por un momento castigar en los pobres contribuyentes el no haber adquirido una habilidad para la que no les hemos dado medios, y a la que tal vez no podrían cargados de pensiones, dedicar el tiempo que requiriese su aprendizaje: no castiguemos en ellos el efecto de nuestras desgracias políticas que nos han hecho desatender la educación popular. Conservemos como estímulo para un porvenir distante el requisito exigido en Huancayo y apresurémonos a favorecer la educación por la que hacen un voto unánime las cámaras y el Gobierno como por la fuente de todo progreso.

Estoy por el artículo modificado.

Dado el punto por discutido, se votó y resultó solamente 47 votos contra 9, se rectificó la votación y no apareciendo más que 45 votos contra 9, volvió a verificarse y resultó aprobado el inciso propuesto para ser reformado por 46 votos contra 9.



[1] Diario de Debates. Extracto de las sesiones de la Cámara de Diputados, Congreso Ordinario de 1849, s.p.i., s.f.e., s.n.