El constitucionalismo y las modernas tendencias del siglo XXI

Constitutionalism and modern tendencies in the 21st Century

Humberto Henriquez Franco[1]

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[Resumen]

El derecho constitucional es una disciplina jurídica que, desde su concreción a finales del siglo XVIII, ha mostrado una significativa evolución motivada por los grandes cambios que la realidad ha impuesto. Así, del primer constitucionalismo o constitucionalismo clásico ha pasado al constitucionalismo social y luego al constitucionalismo de los derechos humanos. Esta última constituyó una esperanza para la paz y la convivencia humana, luego de la dramática experiencia que vivió la humanidad como consecuencia de las atrocidades cometidas a los derechos humanos durante la II Guerra Mundial. Se creyó que, con la elevación de la Constitución a la jerarquía de norma suprema, formada no solo por normas, sino por principios y valores, y con la constitucionalización de los tribunales constitucionales, se garantizaría el respeto a la dignidad y los derechos de la persona humana. Sin embargo, en los albores del siglo XXI han aparecido nuevas tendencias como el constitucionalismo popular y el constitucionalismo populista, que en nombre del pueblo pretenden desnaturalizar la finalidad de la Constitución, cuya razón primera es la limitación del poder. En este sentido, este artículo describe las circunstancias que han motivado que el constitucionalismo evolucione; pero, además, es una advertencia del riesgo que corre la humanidad al desnaturalizar su finalidad: limitar el poder político.

Palabras claves

Derecho constitucional, limites al poder, liberalismo, derechos humanos, constitucionalismo populista

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[Abstract]

Constitutional Law is a legal discipline that, since its creation at the end of the 18th century, has shown a significant evolution motivated by the great changes that reality has imposed. Thus, from the first constitutionalism or classical constitutionalism, it has moved on to social constitutionalism and then to human rights constitutionalism. The latter constituted a hope for peace and human coexistence, after the dramatic experience that humanity lived through as a consequence of the atrocities committed against human rights during World War II. It was believed that, with the elevation of the constitution to the hierarchy of supreme law, formed not only by norms, but by principles and values, and with the constitutionalizing of constitutional courts, respect for the dignity and rights of the human person would be guaranteed. However, at the dawn of the 21st century, new tendencies have appeared such as popular constitutionalism and populist constitutionalism, which in the name of the people seek to denature the purpose of the constitution, whose primary reason is the limitation of power. In this sense, this article describes the circumstances that have motivated constitutionalism to evolve; but, in addition, it is a warning of the risk that humanity runs by denaturing its purpose: limiting political power.

Keywords

Constitutional law, limits to power, liberalism, human rights, populist constitutionalism

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Sumario

I. Introducción

II. La búsqueda de una fórmula para limitar el poder político

III. La fundamentación liberal de la Constitución

IV. El marxismo y su influencia en el constitucionalismo social

V. El constitucionalismo de los derechos humanos

VI. Nuevas tendencias del constitucionalismo en los albores del siglo XXI

VII. El constitucionalismo popular. VIII. El constitucionalismo populista

IX. Conclusiones

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I. Introducción

La Constitución es el producto de un largo proceso histórico y tiene por finalidad «limitar la arbitrariedad del poder y de someterlo al derecho» (Sartori, 1992, p. 20), asegurando, de esta manera, la libertad y el respeto de los derechos fundamentales de la persona humana. Fueron las dos grandes revoluciones de finales del siglo XVIII: la independencia de las colonias inglesas de 1776 y la Revolución francesa de 1789, las que sellaron este anhelo, consagrando en sendos documentos escritos los principios liberales de soberanía popular, la división de poderes y la legitimidad de los gobernantes, sustentada en el consentimiento de los gobernados.

Con el triunfo de la Revolución rusa de 1917, los textos constitucionales, en su afán de contener el avance comunista que ofrecía convertir la tierra en un paraíso y a los hombres en ángeles, incluyeron en los textos derechos económicos, sociales y culturales, no para suprimir los derechos civiles y políticos, sino como un complemento de ellos, dando origen al constitucionalismo social.

La aprobación por la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (OEA) de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, así como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, dio paso al Estado Constitucional de derecho, al consagrar a la Constitución como norma suprema que organiza y valida el restante ordenamiento jurídico del Estado.

La desintegración de la antigua Unión Soviética y la caída del Muro de Berlín de finales de la década de los 80 del siglo pasado, trajo por tierra los románticos sueños del marxismo de construir el comunismo y la igualdad material entre los hombres, mediante la violencia revolucionaria, la supresión de la propiedad privada y la libertad individual. Los países que recuperaron su independencia del yugo comunista tuvieron nuevas constituciones inspiradas en la Carta Internacional de Derechos Humanos, que exigía la construcción de un Estado de derecho que asegure el respeto y ejercicio de los derechos humanos de todos: mayorías y minorías.

El aggiornamento del comunismo, a inicios del siglo XXI, inspirado en el pensamiento de Antonio Gramsci, un filósofo marxista y activista político italiano quién introduce el concepto de «hegemonía cultural», entendido en opinión de Marquez y Laje. (2016, p. 36) como «aquella en la cual las clases dominantes se ven obligadas a ir absorbiendo los puntos de vista de las voluntades colectivas», para lo cual forman alianzas de consenso entre todos los sectores que se sienten explotados, marginados o discriminados. Este planteamiento, a la luz de los hechos, les ha dado grandes resultados que han significado la toma del poder a través de la vía electoral; luego del cual han intentado consolidar el anacrónico programa comunista, convocando a asambleas constituyentes para que nuevos textos que perpetúen el poder de los gobernantes y robustezcan el Estado a costa de sacrificar la libertad individual y la propiedad privada.

Es con la introducción del marxismo cultural que se da inicio a la instrumentalización de la Constitución para ponerla al servicio de una ideología que tiene por objetivo desvirtuar la finalidad con la que nació el constitucionalismo, que no es otra que limitar el poder político y garantizar el respeto y ejercicio de los derechos humanos. Confluyen, en este propósito, el surgimiento de nuevas tendencias ideológicas, igualmente peligrosas, como la ideología de género, el animalismo y la moderna bioética, que pretenden hacer de la Constitución un instrumento al servicio de sus desvaríos carentes de fundamento científico.

Son estos temas los que abordamos en este artículo con la finalidad de contribuir al debate constitucional, tan enrarecido en las últimas décadas, en las que malintencionadamente se ha hecho creer a la ciudadanía que la solución a todos los problemas pasa necesariamente por cambiar de Constitución.

II. La búsqueda de una fórmula para limitar el poder político

Desde los inicios de la civilización, ha sido una gran preocupación de la humanidad encontrar una fórmula que límite del poder político. Sus antecedentes más lejanos los encontramos en Grecia, en donde, en opinión de Hauriou (1980, p. 53), «no solamente el poder acepta la impugnación, sino que se interesa en su utilización para el funcionamiento mismo de los mecanismos políticos, a reserva de evacuar, por los procedimientos adecuados, los excesos inútiles o perjudiciales». Esto en razón a que fueron ellos los que elevaron al hombre de su condición de «siervo», a las que estaba sumido en las culturas orientales, a la de «ciudadano», con derecho a interesarse en los asuntos públicos de la «polis», así como a ocupar cargos públicos.

Corresponde a Aristóteles el mérito de haber sido el primero en utilizar el término Constitución en su obra La Política; aunque no en el sentido que hoy se tiene, sino como sinónimo de organización, estructura o una manera de ser de un Estado. Así, grosso modo, agrupó las más de 158 constituciones que el encontró en sus viajes por el mundo antiguo conocido, en tres; monarquía, si el gobierno era de uno; aristocracia, si el gobierno era de una clase y democracia o república, si el gobierno era de todos. Incluso, el sabio estagirista, recomienda que en cualquiera de sus formas las funciones de gobierno debían repartirse entre varios detentadores para evitar la concentración del poder en una sola mano. Sin embargo, respecto de la jerarquía normativa, los griegos, apenas distinguieron entre leyes y decretos. La ley, por ser de carácter general, permanente y necesario, tenía un rango superior al decreto, por lo que para su creación o modificación era preciso un riguroso procedimiento por parte de la asamblea denominado nomothesia, que era un cuerpo de expertos que tenían como función examinar los pros y los contras para tomar una decisión final. En cambio, los decretos eran producto de una decisión de la asamblea, mediante un procedimiento mucho más flexible, destinados a normar temas coyunturales, inmediatos y no permanentes, por lo que su sujeción a la ley era obligatoria.

Fueron los romanos los que hicieron referencia a la distinción entre leyes fundamentales y leyes ordinarias, característica esencial del moderno constitucionalismo, aunque como dice Hifra Heras (1957, p. 191), «Nunca soñaron, en condensar en un documento escrito las leyes constitucionales para dotarlas de autoridad superior a la de otras leyes».

Estas tenues nociones acerca de la necesidad de limitar el poder de los gobernantes mediante normas se desvanece durante la Edad Media por la fuerte influencia de la Iglesia que sometió por un milenio el poder político al poder divino. «Es la edad del eclipse de la Constitución, es la edad en la que la conciencia colectiva de la necesidad de una ley fundamental se disuelve» (Fioravanti, 2007, pp. 17-18).

A finales de la Edad Media y comienzos de la Edad Moderna, con la pérdida de la hegemonía de la Iglesia y la aparición en el escenario político de una nueva clase social como la burguesía, los esfuerzos por limitar el poder de los gobernantes se trasladan a Inglaterra, en donde en 1215 se suscribe la carta magna que constituyó el primer documento que reconoció derechos del pueblo y condicionó al rey Juan sin Tierra a crear impuestos solo si cuenta con la aprobación de los representantes (no taxation without representation).

En la lucha por limitar el poder político, se aprobaron nuevos documentos como la Petición de Derechos de 1628, el Pacto Popular (Agreement of the people) de 1647 y el Instrumento de Gobierno (Instrument of government) de 1653 que, con su aprobación, «la idea de una Constitución escrita ha nacido en el Estado que precisamente hasta hoy no ha tenido ninguna» (Jellinek, 1943, p. 418).

III. La fundamentación liberal de la Constitución

Paralelamente a la búsqueda de una fórmula que limite el poder de los gobernantes en Inglaterra, que culminó con la gloriosa Revolución de 1688, que consagró al Parlamento como el primer poder del Estado, un conjunto de intelectuales y filósofos políticos asumieron la difícil tarea de sentar las bases de una nueva doctrina que conceda una nueva legitimidad a los gobernantes que supere el obsoleto teocentrismo, según el cual, los gobernantes lo eran por la gracia de Dios, venido a menos por la pérdida de poder de la iglesia y el surgimiento de la burguesía, una nueva clase social dispuesta a competir con la nobleza por el control del poder político. En este cometido sobresalen autores como Hobbes, Locke, Rousseau y Montesquieu, que fijaron las bases de una nueva doctrina denominada «liberalismo» que inspiró al constitucionalismo moderno, que impuso a la Constitución como la fórmula más eficaz para racionalizar el poder de quienes detentan el poder político.

Curiosamente, no fue Inglaterra, patria de Locke, «padre del liberalismo», el país en donde aparece la primera Constitución escrita, puesto que aprobado el Instrument of government en 1653, optaron por continuar rigiéndose por su derecho consuetudinario.

La idea de una Constitución escrita como límite del poder fue acogida por los colonos ingleses en Norteamérica; en donde, luego de la victoria de la guerra por su independencia, aprobaron en 1787 la Constitución Federal, documento que rige hasta la fecha. Paralelamente, con el triunfo de la Revolución francesa, la Asamblea Nacional aprobó en 1789 la famosa Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano que sirvió de base para su primera Constitución en 1791.

Ambos documentos reconocen derechos naturales anteriores y superiores al Estado, como el derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad privada, e imponen la necesidad de que todo Estado para serlo cuente con una Constitución escrita y con poderes separados como límites a la actuación de los gobernantes. Precisamente, el artículo 16 de la célebre Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano establece que «una sociedad en la que no esté establecida la garantía de los Derechos, ni determinada la separación de los Poderes, carece de Constitución».

La noción de una Constitución como instrumento de racionalización del poder, destinada a garantizar la libertad y el ejercicio de los derechos fundamentales es connatural al liberalismo, doctrina que subyace a su esencia y finalidad. El Estado es, dentro de este contexto, una creación artificial de la voluntad popular y un gendarme que vela porque nadie interfiera en el ejercicio de los derechos de la persona humana en la búsqueda de la felicidad.

IV. El marxismo y su influencia en el constitucionalismo social

El liberalismo tiene como punto de partida la supuesta preexistencia de un estado de naturaleza en el que los hombres aparecen con derechos que responden a su propia naturaleza como a la vida, a la libertad y a la propiedad. Este estadio presocial y preestatal es «una condición de guerra de todos contra todos» (Hobbes, 1983, p. 140), en donde «la pugna de riquezas, placeres, honores u otras formas de poder, inclina la lucha, a las enemistades y a la guerra» (Hobbes, 1983, p. 140). Esta posibilidad lleva a los hombres a pactar para dar nacimiento al Estado, una especie de Leviatán que, «por el terror que inspira es capaz de conformar las voluntades de todos ellos para la paz» (Hobbes, 1983, pág. 179).

Locke, por su parte, lo define como «un estado de completa libertad para ordenar sus actos y para disponer de sus propiedades y de sus personas como mejor les parezca, dentro de los límites de la ley natural, sin necesidad de pedir permiso y sin dependencia de la voluntad de otra persona» (Locke, 1985, p. 25). Pese a que su visión es menos pesimista que la de Hobbes, no lo considera aconsejable, porque a pesar de las ventajas que ofrece, los riesgos son tan grandes que obliga a todos a suscribir un «pacto social» para dar origen a la sociedad que «es el remedio más adecuado para las inconveniencias que presta el estado de naturaleza» (Locke, 1985, p. 29). Locke utiliza al pacto social como un instrumento para explicar el origen del poder político que encuentra legitimidad en el consentimiento de los gobernados, como en su calidad de hombres libres ceden parte de su poder para asegurar el ejercicio de sus derechos naturales.

Rousseau, con una visión mucho más romántica, entiende al estado de naturaleza como un estadio en el que los hombres viven con tranquilidad y dicha. El hombre primitivo posee, según este autor, una pureza de sentimientos que le proporciona a la vez una delicadeza de sentidos, una indiferencia natural para el bien y el mal y un gran instinto de conservación y de piedad por el prójimo. Esta especie de paraíso terrenal, sin embargo, con el progreso de la naturaleza aparecen los buenos y malos sentimientos, así como nuevas necesidades que provocan nuevos esfuerzos y la competencia entre ellos, razón por las que «como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino solamente unir y dirigir las que existen, no tienen otro medio de conservación que el de formar por agregación una suma de fuerzas capaz de sobrepujar la resistencia, de ponerlas en juego con un solo fin y de hacerlas obrar unidas y de conformidad» (Rousseau, 1986, pp. 18-19).

De los riesgos o necesidades salta a la idea de pacto o contrato social que «no es un acto celebrado por determinadas personas, en una fecha cierta y en lugar preciso. No es un acontecimiento histórico sino una necesidad de la lógica. Presupone, por lo demás, un estado de naturaleza y la existencia de derechos naturales» (Locke, 1985, p. 25).

Como puede apreciarse, todos estos autores coinciden en la preexistencia de derechos naturales y en la capacidad de pactar o contratar. Esta es pues la característica que define al liberalismo y que supone un acuerdo entre hombres libres e iguales que, lamentablemente, con el desarrollo económico, pronto entraría en crisis al constatarse las enormes desigualdades entre burgueses y proletarios, lo que fue muy bien aprovechado por Carlos Marx para satirizarlos llamándolos «derechos burgueses».

Marx, antes que, de la libertad, era partidario de la igualdad y que ella solo podía alcanzarse eliminando la propiedad privada mediante la revolución armada entre las dos clases antagónicas e irreconciliables: proletarios y burgueses. Con el triunfo del proletariado, el Estado, dirigido por el Partido Comunista, como vanguardia de la revolución, administraría la satisfacción de las necesidades, a los que denominaron como derechos sociales, económicos y culturales.

Esta doctrina caló profundo en las clases explotadas, en medio del caos y la miseria en la que se encontraban como consecuencia de la I Guerra Mundial, lo que se tradujo en el triunfo de la Revolución rusa en octubre de 1917; seguida por casi la mitad de los países del mundo, dando cumplimiento al presagio marxista: «Un fantasma ronda por Europa: el fantasma del comunismo» (Marx y Engels, 1948).

Si bien, Marx criticó duramente a los burgueses, también es cierto que no escatimó esfuerzos en reconocer su importante rol jugado en la creación de riqueza, condición fundamental para el salto al como primera etapa del comunismo, en donde todos serán verdaderamente iguales.

En este contexto, el constitucionalismo liberal, sin abdicar de los derechos civiles y políticos, introduce como complemento los derechos económicos, sociales y culturales, de inspiración marxista, como responsabilidad del Estado, dando origen al Constitucionalismo social que sirvió de freno a la expansión del comunismo y motivando la aprobación de nuevas constituciones con este carácter, manteniendo su finalidad de limitación del poder y garantía de la libertad.

V. El constitucionalismo de los derechos humanos

Las execrables violaciones realizadas a los más elementales derechos humanos, por los regímenes totalitarios nazistas y fascistas, impulsaron a los países triunfantes durante la II Guerra Mundial, a dar nacimiento a la Organización de las Naciones Unidas (ONU), que tendría por objeto velar por la paz y la seguridad mundial en el futuro.

En este propósito, la ONU designó a una comisión plural, presidida por la influyente activista Eleanor Roosevelt, para que diseñara una fórmula que sirva de base para el logro de tan noble propósito que permita imaginar la construcción de un nuevo mundo en donde el hombre pueda vivir en libertad y con justicia.

La Comisión «integrada por 18 representantes de diversas y encontradas ideologías políticas, religiosas y culturales» (Henríquez Franco, 2017), inició su cometido en medio de grandes dificultades que suscitó acalorados e irritantes debates que tuvieron su punto más álgido entre los portavoces de las doctrinas liberales y socialistas que procuraban imponer su visión sobre los derechos humanos. Luego de numerosas reuniones, y gracias al manejo político de la presidenta, la Comisión entregó un texto con 30 artículos que consagraban derechos civiles y políticos, así como también derechos económicos, sociales y culturales que satisfacían, de alguna manera, a las partes en pugna. Este documento, aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas fue proclamado el 10 de diciembre de 1948 con el nombre de Declaración Universal de los Derechos Humanos.

La matriz ideológica de la Declaración queda patentada en el primer considerando del Preámbulo que señala que «el valor dignidad intrínseco a la persona humana, así como los derechos iguales de los emergen constituyen la base sobre los que se erige la libertad, la paz y la justicia en el mundo». Esto es sumamente interesante debido a que la igualdad no tiene más consideraciones que la aceptación de todos como seres dignos en esencia. Este reconocimiento nos convierte en sujetos de derecho, sin consideraciones de raza, religión, condición económica, sexo, origen etc., que fueron las causas que condujeron a la II Guerra Mundial.

La adhesión de casi la totalidad de países a este instrumento internacional lo convirtió en un auténtico «pacto social» que inspiró la redacción de nuevas constituciones con este carácter, dando paso al constitucionalismo de los derechos humanos que tiene a la Constitución como norma suprema.

Las primeras constituciones, siguiendo los lineamientos consagrados en la DUDH, fueron aprobadas en los países derrotados en la Segunda Guerra Mundial: la italiana de 1947 y la alemana de 1949. Constituciones modélicas en el reconocimiento de la dignidad como valor inherente a la persona humana y fuente de donde derivan sus derechos.

Desafortunadamente, muchos países suscriptores de la DUDH recusaron la naturaleza jurídica del texto, conceptualizándolo como una declaración política de buenas intenciones, sin fuerza vinculante.

Para asegurar la eficacia vinculante de los derechos humanos, las Naciones Unidas impulsaron la aprobación del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; y del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, los que junto a la DUDH constituyen la Carta Internacional de Derechos Humanos, a la que los Estados parte se atienen, creando organismos jurisdiccionales a nivel regional e internacional a los que los afectados puedan recurrir en procura de justicia, cuando en sus países no la encuentran. Ello, según señala Sagües, es «admitir, normalmente, la existencia de la jurisdicción y la magistratura transnacional, por sobre las autoridades locales».

El constitucionalismo de los derechos humanos desencadenó el surgimiento del Estado constitucional de derecho que tiene como característica fundamental el reconocimiento de la Constitución como norma suprema. Este nuevo paradigma de Estado supera al obsoleto Estado legislador o de derecho que tenía como norma estrella a la ley, que, al ser el reflejo de mayorías parlamentarias circunstanciales, originaron, por la gravedad de las violaciones de los derechos más elementales de las minorías, la II Guerra Mundial. De allí la importancia de elevar a la Constitución a la jerarquía de norma suprema, garante del ejercicio de mayorías y minorías, cuyas normas son abiertas e inacabadas que requieren ser completadas por el Parlamento mediante la aprobación de leyes o por los órganos jurisdiccionales mediante la interpretación. Este es el constitucionalismo imperante, aún en esta época en la que han aparecido nuevas formas de constitucionalismo, propiciadas por corrientes filosóficas cargadas de ideologías que niegan la raigambre liberal de la Constitución y que, por tanto, constituyen un riesgo para la democracia y el ejercicio de los derechos humanos.

VI. Nuevas tendencias del constitucionalismo en los albores del siglo XXI

En los albores del siglo XXI, han aparecido algunas teorías que intentan adecuar la realidad a las ideas, cuando debería ser al revés, con el consiguiente deterioro del Estado constitucional de derecho que, al elevar a la constitución a la categoría de norma suprema, que supedita a todo el restante ordenamiento jurídico, lo que busca es limitar el poder de todos: gobernantes y gobernados; de modo tal que, ni unos ni otros pretendan imponer su voluntad y caprichos sobre los mandatos constitucionales emanados del poder constituyente, en ejercicio de la soberanía popular. Esto es lo verdaderamente novedoso del Estado constitucional o constitucionalismo de los derechos humanos.

El malestar que ha producido la globalización por la enorme creación de riqueza que, lamentablemente, no ha acabado con la pobreza y la desigualdad de la gente, ha dado pie al resurgimiento de nuevos adalides del obsoleto pensamiento socialista o comunista que han hecho creer a la población que la raíz de todos estos males residen en la Constitución y que, por consiguiente, proclaman la convocatoria a una asamblea constituyente que le devuelva al pueblo su derecho a cambiar de Constitución, plasmando en ella todos sus deseos que, por solo estar estipulados en normas, darían paso a la construcción de un paraíso terrenal, en donde no hay cabida para la pobreza y la desigualdad. Esta idea que ha tenido gran acogida en algunos países latinoamericanos, a la luz de los hechos, solo ha servido para que los promotores del odio se perpetúen en el poder, vaciando de contenido a la democracia y a los derechos fundamentales.

Como hemos visto, ha sido la propia realidad la que se ha encargado de desmontar esta falacia, pues los males por los que atraviesan los pueblos no son atribuibles a la Constitución, sino a la falta de una verdadera clase política que la haga funcionar. Felizmente, esta perversa manipulación constitucional ha sido puesta en evidencia por los funestos y desgarradores resultados en los países que han caído en este canto de sirenas, en los que si algo ha crecido ha sido la pobreza y la desigualdad, así como la brutal represión que atenta contra la libertad y los demás derechos fundamentales. Por el contrario, la historia nos muestra que el único país que nunca cambio de Constitución y que ha contado con una clase política, en el verdadero sentido del término, ha sido Estados Unidos, que no solo se convirtió en la primera potencia del mundo, sino que, sin tener siquiera que reformar su Constitución, le ha dado a su población la garantía del ejercicio de sus libertades y los más altos niveles de vida en materia de derechos económicos, sociales y culturales.

Queda claro, pues, que no son las constituciones las que hay que cambiar para que haya justicia, aunque esta prédica cuente con el respaldo teórico de muchos autodenominados constitucionalistas que cumplen el papel de tontos útiles, dispuestos a apoyar esta clara manipulación constitucional, que conlleva a la destrucción de la democracia y a la perpetuación del poder, algo que contradice la finalidad de toda Constitución: limitar el poder político.

Dentro estas nuevas tendencias del constitucionalismo del siglo XXI, encontramos al constitucionalismo popular y el constitucionalismo populista que, por los desafíos que comportan, pasamos a abordar.

VII. El constitucionalismo popular

Esta es una corriente que tiene su origen en los Estados Unidos, cuyos principales exponentes son Mark Tushnet, Larry Kramer, Robert Post y Barry Friedman, todos ellos partidarios del «activismo jurídico», pero que, al haber perdido hegemonía en la Corte Federal norteamericana, recompuesta por nuevos integrantes, mucho más conservadores, han traído a colación un viejo debate entre constitución y democracia, reivindicando el derecho del pueblo a decidir sobre casos paradigmáticos, como el aborto, el matrimonio homosexual, las acciones positivas basadas en la raza, etc., que ha polarizado a la población.

Lo que se pretende con esta teoría es ponerle límites al poder de los jueces, particularmente a los de la Corte Federal, que, como sabemos, desde que en 1803 el juez Marshall creo la judicial review o control constitucional judicial, se han arrogado la facultad de ser el oráculo que decide lo que es o no constitucional.

Considera, este tipo de constitucionalismo, que la supremacía judicial es una visión elitista que le resta al pueblo el protagonismo que debe tener en una democracia, reivindicando su papel de intérprete constitucional. En esta perspectiva, las palabras de Kramer resultan relevantes cuando afirma que «El papel del pueblo no está limitado a actos ocasionales de creación constitucional, sino a un control activo y continuo sobre la interpretación e implementación de la Constitución, sin que el Tribunal Supremo pueda monopolizar la interpretación de la misma» (2004). Deconstruir la atribución del poder judicial, que, por más de dos siglos ha tenido prevalencia y legitimidad, para recurrir al «pueblo» como el legítimo titular soberano para convertirse en intérprete final de la Constitución, resulta una visión atractiva, pero de insospechables consecuencias, razón por la que ha recibido duras críticas y un rechazo rotundo de parte de la académica jurídica, por lo menos, por dos razones:

por un lado, la aspiración de un poder limitado, incluso del pueblo, ha sido parte fundamental del constitucionalismo. Por otro lado, la relación, un tanto apresurada, que se hizo entre constitucionalismo popular y populismo como categoría política peyorativa, lo cual supuso una condena más o menos inmediata por parte de quienes se posicionan como anti-populistas (Tripolone, 2019).

Sin embargo, debemos señalar que identificar a esta corriente con el constitucionalismo populista resulta un despropósito que caricaturiza al constitucionalismo popular, pues sus planteamientos no recusan la Constitución ni los principios de división de poderes y la alternancia en el poder, sino que buscan acercarla al pueblo para darle mayor legitimidad, sobre todo en temas controversiales.

No obstante, es conveniente recordar que, para que un Estado pueda ser considerado como un Estado constitucional de derecho, debe contar con dos requisitos establecidos por la doctrina; primero, que la constitución sea producto del poder constituyente, como expresión de la soberanía popular y; segundo, que consagre en su texto un órgano de control constitucional que haga efectivo la supremacía constitucional. De donde se colige que la atribución de los órganos constitucionales de interpretar la constitución viene como consecuencia de que, en el Estado constitucional, las constituciones no solo contienen normas, sino principios y valores. Si sus normas no tienen un carácter cerrado ni acabado, sino más bien abierto, entonces el guardián de la constitucionalidad queda legitimado para ser el intérprete supremo que llene los vacíos o lagunas que se pueden presentar. Aceptar esta lógica ha sido una gran conquista para hacer funcionar el modelo político y garantizar el ejercicio de los derechos fundamentales.

El problema planteado por los impulsores del constitucionalismo popular surge en el momento en que los nuevos jueces de la Corte Federal estadounidense, tendencia conservadora, han desmontado algunos supuestos derechos propios del progresismo como el aborto el matrimonio homosexual. Antes de que esto se produzca, jamás plantaron objeciones a los fallos de los jueces federales.

Como puede verse, el problema tiene que ver más que con devolverle al pueblo el derecho a ser el intérprete final de la Constitución, con la manipulación ideológica que han hecho los jueces de la Constitución. La solución, entonces, a tan delicado problema no pasa por limitar constitucionalmente al órgano contralor, sino porque los jueces actúen con prudencia y sabiduría, sobre todo en los temas tan sensibles como los que hemos mencionado, acudiendo al principio political questions no justiciable, al que tantas veces han recurrido los jueces en los Estados Unidos; esto en razón a que desde el derecho no puede sustraerse a la democracia. Estos temas, por controvertidos que resulten, deben ser debatidos por los representantes del pueblo en las cámaras legislativas, dejando siempre la opción a los ciudadanos de que pueda sacarlas a referéndum para una decisión final. Acudir al principio del self restraint o auto control es lo que legitima a los órganos que ejercen el control constitucional, que, en última instancia, tienen por finalidad de promover la paz y la convivencia humana y no de generar polarizaciones que pueden tener graves consecuencias. Esta es una problemática que se resuelve con sentido común, que es lo que siempre ha caracterizado a los norteamericanos.

VIII. El constitucionalismo populista

Este tipo de constitucionalismo irrumpe en el escenario político de finales del siglo XX e inicios del siglo XXI, como consecuencia del malestar de las poblaciones, particularmente latinoamericanas, por la ineficacia de la aplicación de políticas neoliberales en la solución de graves problemas como la pobreza y la desigualdad.

El fundamento ideológico del mal llamado «constitucionalismo popular» está graficado en los acuerdos tomados por los ideólogos del marxismo cultural reunidos en el Foro de Sao Paulo, liderados por Fidel Castro, que había perdido el apoyo económico de la antigua URSS, Inácio Lula da Silva y Hugo Chávez Frías, quiénes no se resignaron a abandonar las banderas del socialismo, un modelo obsoleto y fracasado, aunque, esta vez, no por la vía violenta o revolucionaria, sino utilizando las instituciones democráticas para dinamitarlas por dentro. Para ello, toman el concepto abstracto de pueblo para oponerlo a quienes, según ellos, son el antipueblo corrupto y causante de todas las desgracias posibles. Las armas para el logro de sus fines, en este contexto, ya no serían los fusiles y tanques, sino el odio, el resentimiento y la envidia, con las cuáles consiguen la aquiescencia de la población para la convocatoria a una asamblea constituyente que redacte una nueva Constitución que, recogiendo todos sus deseos, haga posible terminar con la pobreza y la desigualdad.

Nuevamente, los populistas atribuyéndole a la Constitución facultades mágicas para revertir la injusticia, la pobreza y la desigualdad, lo cual no es más que una manipulación a la que recurren cuando les conviene para el logro de sus intereses, por lo que, en puridad, a este «constitucionalismo» no puede considerársele como tal, debido a que recurrir a una asamblea constituyente para dar legitimidad a la concentración y perpetuación en el poder atenta contra la esencia del constitucionalismo que, como sabemos, nació para limitar el poder y asegurar el ejercicio de los derechos fundamentales.

Las constituciones producto de esta manipulación no son más que papel mojado en tinta, que encajan dentro de lo que Loewenstein califica como semánticas, pues solo sirven para legitimar a los gobernantes frente a los atropellos a las libertades y los derechos fundamentales. Las cláusulas constitucionales, como dice Ana Micaela Alterio, están diseñadas «para relajar los controles del gobierno, acrecentar el poder del Ejecutivo… posibilitar reelecciones o frustrar cualquier oposición» (2016, p. 80). Desgraciadamente, varios países, sobre todo en Latinoamérica, cayeron en estos cantos de sirena y depositaron sus esperanzas en la aprobación de nuevas constituciones que, lejos de resolver sus problemas, los han agravado. Aunque, algunos otros, han reaccionado a tiempo, rechazándolas por abrumadoras mayorías.

IX. Conclusiones

Primera: La Constitución constituye el más grande esfuerzo por limitar el poder y adquiere su concretización a fines del siglo XVIII, con la independencia de las colonias inglesas y la Revolución francesa, que propiciaron la redacción de las primeras constituciones de raigambre liberal.

Segunda: El triunfo de la revolución socialista en Rusia, seguido por otros países, obligó al constitucionalismo liberal a incorporar como complemento de los derechos civiles y políticos los derechos económicos, sociales y culturales de inspiración marxista.

Tercera: Con la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, los países se dieron nuevas constituciones con el carácter de norma suprema, consagrando un nuevo paradigma de Estado que la doctrina conoce como Estado constitucional de derecho, que tiene su punto de partida en el reconocimiento de que la persona humana tiene una dignidad inherente que lo distingue de los demás seres sobre la tierra. Dignidad que nos hace iguales sin ninguna clase de discriminación.

Cuarta: A finales del siglo XX e inicios del siglo XXI, surgen nuevas tendencias constitucionales como el constitucionalismo popular y el constitucionalismo populista que recurren al pueblo para dar legitimidad a la dación de nuevas constituciones que se apartan de su raigambre liberal e intentan revivir el socialismo.

Quinta: El constitucionalismo popular propugna devolverle al pueblo su derecho a ser el intérprete final de la Constitución, al considerar que esta actividad no puede quedar en manos de una élite de magistrados. Esta teoría no atenta contra el Estado constitucional de derecho, pero sus planteamientos tienden a darle protagonismo al pueblo, con un claro matiz populista.

Sexta: El constitucionalismo populista constituye una tendencia mucho más controversial y peligrosa que lo que busca es destruir la democracia y el Estado constitucional de derecho para imponer el socialismo, lo que solo será posible cambiando la constitución que, en su opinión, es la causa de la pobreza, la desigualdad y la corrupción. Su prédica ha sido acogida en algunos países latinoamericanos en los que han propiciado la convocatoria a una asamblea constituyente para incorporar en el texto disposiciones que hagan posible la perpetuación y concentración del poder, así como afectando el equilibrio de poderes que son la esencia de toda Constitución.

Sétima: Queda claro, luego de los calamitosos resultados producidos en los países en donde han aplicado estas teorías, que no son las constituciones las que hay que cambiar para que haya justicia, aunque esta prédica cuente con el respaldo teórico de muchos autodenominados constitucionalistas que cumplen el papel de tontos útiles, dispuestos a apoyar esta clara manipulación constitucional, que conlleva a la destrucción de la democracia y a la perpetuación del poder, algo que contradice la finalidad de toda Constitución: limitar el poder político. Por el contrario, lo que urge cambiar es la «clase política» que tiene la responsabilidad de sacar al pueblo del hambre y la desigualdad.

Octava: Los constitucionalistas estamos obligados a defender la raigambre liberal con la que nació la Constitución y no caer en la tentación de hacer de ella un instrumento que, en nombre del pueblo, reinstaure el socialismo, un modelo político fracasado en todos los países que lo han experimentado. Mucho cuidado.

bibliogrAFÍA

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Recibido: 07-03-2024 Aprobado: 06-10-2024

 



[1] Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Privada Antenor Orrego de Trujillo. Código ORCID: 0000-0002-7082-5652. Correo electrónico: hhenriquezf@upao.edu.pe