Víctor Julio Ortecho Villena: una remembranza y reflexión sobre la crisis de la ciencia del derecho constitucional
Gerardo Eto Cruz[1]
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Sumario
I. Nostalgia y retrotopía de las aulas universitarias
II. El contexto de la enseñanza en la facultad de derecho de la UNT
III. Entre ser dichoso y ser afortunado
IV. Senectud: la mirada retrospectiva sin soberbia
V. Las principales obras de Víctor Julio Ortecho Villena
VI. Epílogo
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I. Nostalgia y retrotopía de las aulas universitarias
Hace algún tiempo atrás, recuerdo que realicé un estudio preliminar a Sigifredo Orbegozo Venegas. Ello ocurrió en los años en que iniciaba mis estudios en la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Nacional de Trujillo (UNT), casa superior de estudios que siempre ha sido un gran faro de luz para la formación profesional de toda la región norte del Perú, a ella, cual bandadas de palomas, llegaban los jóvenes cargando tras sus espaldas un morral de ilusiones e inquietudes, entre quienes me encontraba. En dicho estudio mencionaba lo siguiente:
Probablemente han sido varios los profesores, en los despreocupados y felices años de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Trujillo, que nos produjeron muchas satisfacciones, allá a fines de los 70, fecha en que el general Francisco Morales Bermúdez decidió convocar a elecciones para la Asamblea Constituyente, como paso previo para el llamado entonces «retorno a la civilidad». Entre los profesores de la Facultad de Derecho de la UNT, era indudablemente Sigifredo Orbegoso Venegas el que impresionaba a muchos estudiantes, en razón de diversas motivaciones que no es el caso puntualizarlas aquí. Baste con señalar que en el profesor Orbegoso Venegas había una férrea personalidad de convicciones académicas y políticas —no todas necesariamente las tenemos hoy que compartir—, aún recuerdo el estilo de su alocución en las clases, con una apertura polémica y de debate, una singular maestría pedagógica para abordar temas áridos, recurriendo a ejemplos que a la fecha sigo utilizando.
En la perspectiva actual, Sigifredo Orbegoso Venegas era de aquellos académicos que, después de terminada la clase, un enjambre de chicos seguían con expresiva acuciosidad las conversaciones sobre temas que la propia coyuntura constituyente despertaba, acaso no sólo por el inmediatismo político, sino porque poco se conocía de temas constitucionales; y los políticos, incluso quienes eran abogados tampoco opinaban con propiedad. Fue en ese contexto en que el curso Teoría del Estado que impartía Sigifredo Orbegoso Venegas y luego la asignatura Derecho Constitucional General, resultaban enriquecedores, juntos con el no menos descollante profesor Víctor Julio Ortecho Villena, a la sazón, la dupla del derecho constitucional trujillano los que, efectivamente esclarecían la problemática jurídico-constitucional que se vivía, sobre todo, respecto al singular tránsito político del docenio militar que fenecía con Morales Bermúdez y la inauguración de la Constitución de 1979. (Gerardo Eto Cruz, 2002)
Valga esta remembranza que aquí pergeño, al desgaire y sin planificación, como tinta que sale no de mi racionalidad cognitiva, sino de mi emoción, por evocar tantos viejos recuerdos. Hace más de 40 años dejé las aulas universitarias y surqué mi horizonte gracias a la influencia de dos grandes profesores que forjaron mi vocación por la especialidad en los predios del derecho constitucional. Aclaro aquí que tuve profesores de distintas especialidades con una reciedumbre y formación de verdaderos catedráticos universitarios, a quienes —por razones de espacio— no consigno, pues este recuerdo va dirigido a nuestro querido profesor, maestro y viejo amigo don Víctor Julio Ortecho Villena.
II. El contexto de la enseñanza en la facultad de derecho de la UNT
A fines de la década de los 70, ingresamos a la universidad la promoción que correspondía cronológicamente al año de 1983 y que terminó con el nombre de «Promoción Sigifredo Orbegoso Venegas». En las aulas universitarias discurrieron diversos profesores que generaron en el alumnado excelente impresión por la enseñanza. En lo personal, debo destacar que hubo muchos y buenos profesores; sin embargo, por una suerte de predisposición vocacional, Sigifredo Orbegoso Venegas y Víctor Julio Ortecho Villena cubrieron el espectro académico de los cursos que, por aquel entonces, formaban parte de la malla curricular. Así, Sigifredo Orbegoso impartió dos cursos que fueron determinantes para mi persona: Teoría del Estado y luego, como prerrequisito a este curso, la asignatura llamada Derecho Constitucional General, que en los ciclos subsiguientes asumiría Víctor Julio Ortecho bajo el nombre de Derecho Constitucional peruano.
En el caso de Víctor Julio Ortecho, recuerdo que llegaba con la puntualidad inglesa de los viejos profesores. Además, sus clases eran pausadas y discurrían en una hermenéutica de comentario a la Constitución de aquella época, el texto de 1933, que era igualmente cotejado —en aquel tiempo— con la flamante Constitución de 1979. Por entonces, contaba en mi haber con un grueso libro de la autoría de José Pareja Paz Soldán, que era el comentario erudito y por excelencia en torno a la carta del 33; aún recuerdo el texto de pasta azul bajo el sello editorial Studium. Asimismo, me acompañaba por aquella época, para el estudio del curso de Teoría del Estado, el texto de don Raúl Ferrero Rebagliati.
Pese a que el curso era Derecho Constitucional peruano, el profesor impartió sus clases según la Constitución de 1933, pues corrían los años en que se elaboraba la Constitución de 1979 y se cerraba bajo el desarrollo de lo que con el tiempo sería la jurisdicción constitucional. Cabe mencionar que la Constitución de 1979 había incorporado el Tribunal de Garantías Constitucionales. Es así como el profesor Ortecho desarrollaba lo que, a la postre, años después, tuve el honor de promover en la nueva malla curricular, el curso de Derecho Procesal Constitucional.
Víctor Julio Ortecho, a diferencia de Sigifredo Orbegoso, ejerció como abogado litigante y tenía un estudio jurídico abierto, es decir, era un abogado activo. Uno de sus primeros despachos se ubicó en el jirón Pizarro 476, en plena Plaza de Armas, el cual, después de muchos años, pasó a ser el jirón Ayacucho 513. Diríamos que era el amparólogo en los predios trujillanos, aun cuando también solía llevar causas por aquella época sobre derecho agrario. Como se recuerda, Velasco Alvarado impulsó la reforma agraria y expidió el D. Leg. 17716 que creó el Fuero Agrario. En ese entonces, existían los jueces de tierra o jueces agrarios, y Ortecho era un activo litigante, cuyas apelaciones iban directo al Tribunal Agrario en Lima. Es por ello que también dictó el curso de Derecho Agrario, que luego asumió César Augusto Quevedo Paredes. En su despacho de abogado discurrían diversos practicantes, a quienes acogía con su bonhomía. Víctor Julio, en las oportunidades en que departía con los alumnos, se caracterizaba por ser suave y pausado en su conversación. Sin embargo, cuando se juntaba con Sigifredo Orbegoso, ambos formaban una sabrosa dupla, en la que los temas constitucionales del país tomaban otros ribetes prácticos y ya no tanto teóricos. Discurrían bromas entre ellos, además de que solían hablar de la política nacional y la coyuntura del momento, y después pasar a raudo vuelo al acontecer internacional. Era evidente la empatía y militancia por los predios del socialismo. Es curioso como estos profesores estaban vinculados: por un lado, ambos eran paisanos porque provenían de Otuzco; por otro lado, ambos nacieron en el mismo año, 1932. Con el tiempo, los dos terminaron presos por sus ideologías que confluyeron en los predios del socialismo. Al respecto, aclaro aquí que Ortecho lo asumió ab initio desde su mocedad y, en cambio, Orbegoso formó parte de los predios del aprismo y luego, a raíz del pacto que Haya tuvo con Odría —lo que para muchos jóvenes significaba una traición—, enfilaría por lo que se le conoce como el Apra rebelde, donde transitaron personalidades con cierta reciedumbre; ello terminaría en la creación del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) liderado por Luis de la Puente Uceda.
Víctor Julio Ortecho tuvo a su cargo diversas asignaturas, es decir, no solo Derecho Constitucional peruano, sino también Derecho a la Educación —cátedra que luego dictó mi compañero de promoción Juan Estrada Díaz, hijo de otro ilustre civilista, don Arnaldo Estrada Cruz—, Derecho de Cooperativas, Derecho Agrario —como ya se dijo—, además de dar cátedra sobre periodismo. En su momento, fue elegido decano del Colegio de Abogados de la Libertad y desarrolló una notable labor gremial combinado con activismo político-gremial de sendos pronunciamientos frente al acontecer nacional. Con el tiempo, yo empezaba mis primeros pininos como asistente de cátedra (o ayudante de cátedra), luego jefe de práctica, profesor auxiliar y posteriormente asociado. Cuando llega a los 70 años, cesa sus labores de profesor de la UNT. Por entonces, yo ya había ingresado a laborar en aquella universidad por concurso público e impartí las asignaturas que dejaba Sigifredo Orbegoso Venegas al asumir el papel de rector en la Universidad César Vallejo. Lo propio sucedió con Víctor Julio Ortecho Villena, quien dejaba sus cursos, por lo que me hice cargo del curso de Derecho Constitucional peruano. Debo subrayar que luego, en algún momento y a propuesta nuestra, se crearía la asignatura de Derecho Procesal Constitucional, que materialmente lo impartía Ortecho subsumido en el curso de Derecho Constitucional peruano —y fruto de ello, ha dejado estampado varios textos sobre la materia—. Más adelante, se incorporó a la Universidad Antenor Orrego, casa superior de estudios creada por viejos profesores que terminaban su presencia en la UNT —con lo que se forjó la primera universidad alterna y privada a la Nacional de Trujillo—. En la instaurada universidad, Víctor Julio solicitó mi apoyo para dictar, por algunos ciclos, la asignatura de Derecho Constitucional peruano; no obstante, debido a mis diversas ocupaciones, no podía estar en dicha universidad —hubo momentos en que mi vida departía solo en la enseñanza entre la UNT, la Universidad Privada del Norte y luego la Universidad César Vallejo y a ello se sumaba las discretas defensas por mi persona en diversos procesos de amparos—.
En realidad, estas breves líneas forman parte de una suerte de retrotopía, cuyo concepto ha sido, hace poco menos de un lustro, acuñado por el célebre sociólogo de la posmodernidad Zygmunt Bauman, quien publicó una obra con ese mismo título y lo define —lo digo aquí en versión libre— como «la epidemia que existe en el mundo por la nostalgia hacia el pasado» (Zygmunt Bauman, 2017). Estas líneas que aquí dejo en tinta me retrotraen 45 años atrás de vida, cuando apenas en mis 20 años ya conocía a estos dos profesores, Sigifredo Orbegoso Venegas y Víctor Julio Ortecho Villena. El primero me presentó a otro gran maestro de maestros como es Domingo García Belaúnde. A propósito, recuerdo que, por aquel entonces, en uno de los viajes que hizo el profesor Domingo a Trujillo, dio una conferencia en el paraninfo de la UNT, que se encuentra ubicado entre las calles Almagro e Independencia. La disertación, titulada Constitución y mar, se dio en el contexto en el que se discutía si el Perú debía suscribir el Convenio de Mar. Aún recuerdo que hubo un apagón en la ciudad y el recinto quedó a oscuras; sin embargo, al poco rato alguien trajo una linterna y a cappella culminó su conferencia, derribando lo que Domingo denominaba «mitos» en torno al Convenio de Mar. Los profesores Ortecho y Orbegoso, a los cuales no puedo desligar de esta remembranza, han tenido una férrea amistad con Domingo, quien en el año 2024 cumplió 80 espléndidos y lúcidos años. Aproximadamente a mediados de la década de los setenta ya se habían conocido Domingo y Sigifredo, ambos fueron gestores también de la creación del Instituto Iberoamericano de Derecho Constitucional. En esa época, supe que mi vocación sería la docencia y terminaba por las noches en la biblioteca de la Facultad de Derecho que funcionaba en la calle San Martín. Todavía recuerdo que los bibliotecarios me daban algunas primicias de los textos últimos que llegaban del extranjero a la biblioteca. Dejo constancia de que todos los bibliotecarios fueron amigos personales y me permitían sacar en préstamo libros por una semana y devolverlos. ¡Qué épocas aquellas! Trujillo era una ciudad-jardín, con sus parques y jardines impecablemente limpios y muy cuidados. Desde muy temprano, la municipalidad provincial y sus trabajadores, con grandes carros cisterna con manguera en ristre, regaban todos los jardines de la ciudad (incluso se daban premios al mejor parque, en un concurso entre las urbanizaciones de la ciudad).
Esta remembranza en el tiempo actual es solo un conjunto de recuerdos que formaron parte de las legiones de abogados que pasamos por esta universidad, la cual fue creada y dispuesta así por el libertador Simón Bolívar, junto con su leal secretario don Faustino Sánchez Carrión, cuya orden y disposición fue hecha en el Cuartel de Huamachuco. La creación de esta universidad fue un regalo por la gratitud a la juventud de este departamento, el cual precisamente lleva un nombre sublime y de combate: La Libertad.
En el 2024 visité a don Víctor Julio Ortecho, a la sazón el decano de los profesores de derecho constitucional del Perú, puesto que en julio de ese año cumplió 92 años. Cual reposo del guerrero, nos permitió estar en su casa con mi esposa Irene. En dicha visita conversamos sobre recuerdos, libros, anécdotas y su producción bibliográfica, la que guarda celosamente en su biblioteca de casa. En esa tardecita trujillana pude departir gratos momentos con don Víctor Julio y apreciar el sentido de la vida y lo inexorable del tiempo veloz que hoy vivimos.
III. Entre ser dichoso y ser afortunado
Quiero recordar aquí a Heródoto, quien en uno de sus libros de historia dejó estampado un consejo profundo: según como muere una persona se verifica si fue afortunado o dichoso. Al contemplar a don Víctor Julio Ortecho, puedo distinguir que la vida le ha deparado la dicha de haber sido un maestro entregado a las aulas universitarias, pero también al litigio, la vida gremial y, en sus momentos de combate, la política; todo ello sin considerarse de ser reserva moral o superioridad moral, como hoy cunden los fariseos de nuestras democracias contemporáneas. En Víctor Julio apreciamos un discurrir de una vida en dicha y paz. Apreciamos la lección que Heródoto nos dejó con el diálogo que sostuvo Creso y Solón:
Huésped ateniense —interroga Creso—, hasta nosotros llega una gran fama de ti, tanto por tu sabiduría como por tu viaje, ya que por observación has recorrido muchas tierras, adquiriendo conocimientos. Ahora bien, me ha venido el deseo de preguntarte, si ya has visto a alguno (que sea) el más dichoso de todos. Él preguntó esto, creyendo ser el más dichoso de los hombres; y Solón, no lisonjeando, sino valiéndose de la realidad, dijo: […] Y tú me pareces estar enormemente rico, y ser rey de muchos hombres. Y aquello que me preguntabas, yo digo que tú aún no, hasta que sepa que has terminado bien la existencia. Pues no es en algo más feliz el que es muy rico, más que el que está al día, si no lo acompaña la suerte de que, teniendo todos los bienes, termine bien la vida. Pues de los hombres, muchos ricachones son infelices y muchos, que de la vida tienen medianamente, son afortunados: pues el muy rico e infeliz solamente aventaja en dos cosas al afortunado, y éste en muchas al rico e infeliz: aquél es más capaz de satisfacer un capricho o de sobrellevar una desgracia que sobrevenga: éste aventaja a aquél en esto: no es capaz, como aquél, de sobrellevar una desgracia o un capricho, pero la fortuna aparta de él esas cosas y es sin achaques, sin enfermedad, sin padecimiento de miserias, de buenos hijos, de buen aspecto. Y si además de esto, todavía termina bien la vida, éste es aquel que tú buscas, el que es digno de ser llamado dichoso. Y antes de que muera, espera y no lo llames aún dichoso, sino afortunado. (Heródoto, 2008, pp. 17-18)
Lo arriba transcrito sigue siendo válido, pues en algún momento para todos vendrá, sin excepción, lo inexorable. No obstante, el desideratum es terminar dichoso antes que afortunado. Y ya en camino a los 93 años, Víctor Julio es un hombre dichoso y que forma parte del historial del pensamiento constitucional peruano.
IV. Senectud: la mirada retrospectiva sin soberbia
Llegar a los espléndidos 92 años mientras escribo esta breve remembranza me lleva a la reflexión en torno a la senectud y qué piensa el que llega a ella. No cabe duda de que en la vejez se afirma una paz y libertad, una sabiduría y resiliencia. Lo más probable es que no haya vocación para ser esclavo de algún pecado capital, aunque probablemente pueda existir uno todavía: la soberbia, puesto que algunas personas pueden volverse más reflexivas respecto a los caminos de su vida, trayectoria y logros, y sienten legítimamente que han alcanzado una valla muy alta y difícil de superar. En la tradición cristiana, la soberbia es calificada como un pecado capital. Lo normal es que toda persona debe preservar su derecho al honor, que es la autoestima que uno tiene de sí mismo. Ahora bien, a partir de este núcleo razonable y legítimo, en muchas personas se inicia una patología de un sentimiento de superioridad que genera un trato distante. Al respecto, Bazzicalupo (2015) precisa lo siguiente:
Por lo general, nos encontramos frente a pequeños, aunque irritantes, gestos de presunción, engreimiento, indiferencia, sociopatía, vanidad, presunción, autorreferencialidad, desprecio por los demás, arrogancia, más que autentica soberbia. ¿Significa eso que la soberbia, raíz y reina de todos los pecados, se ha disuelto en vanidad y narcisismo y nada más? ¿O acaso es posible profundizar en esa condición, en esa pasión del hombre, de manera que permita reconocer los rasgos, iguales si es que no todavía más terribles, en la crueldad opaca y mediocre de la existencia de hoy? (p. 18)
En el caso de Víctor Julio, evidentemente no hay ningún rasgo de las características que cita la filósofa italiana, sino más bien la sencilla mirada de quien ha visto transitar diversos recodos que le ha brindado la vida y que ha conseguido lo trazado en el reino de este mundo. Hoy bien cabe aquí reivindicar al profesor Ortecho Villena su condición de ser ahora el decano vivo de los profesores de Derecho Constitucional, a pesar de ya no ser tan activo como tal en la docencia.
V. Las principales obras de Víctor Julio Ortecho Villena
Entre las primeras obras destacan los siguientes libros: Las libertades públicas y el hábeas corpus (1966); Sociología del Perú (1970); El derecho a la educación (1972), y Derecho Constitucional Peruano (1976). Un importante manual que circuló con diversas ediciones es el titulado Derechos y garantías constitucionales (1990). Además, tenemos Jurisdicción constitucional de la Libertad. El Hábeas Corpus (2012); Estado y ejercicio constitucional: la estructura del Estado (Vol. I, 1999), y Procesos Constitucionales y su jurisdicción. Código Procesal Constitucional (2016).
VI. Epílogo
¿Hay crisis en los predios de la ciencia del derecho constitucional?
Finalmente, quiero permitirme una reflexión respecto a nuestra comunidad de académicos de la ciencia del derecho constitucional. No cabe duda de que el símil «constitucionalista» corresponde, en el sentido riguroso, a los académicos que ejercen el cultivo de una disciplina que gira en torno al estudio del fenómeno constitucional. Por tal expresión comprendemos a esa realidad de un país que se encuentra normada o no por un conjunto de normas fundamentales contenidas en la llamada «Constitución». La teoría constitucional es, como diría en su momento Pizzorusso (1984), «una disciplina fronteriza» (p. 11), en tanto está próxima y linda con otros territorios cognitivos como son la historia constitucional, la teoría del Estado, la filosofía del derecho, que, a su vez, entra allende con la «filosofía política», la politología, la teoría general de los derechos fundamentales, entre otros aspectos. Además de ello, el derecho constitucional, tanto disciplina como norma, permea y traspasa, como se sabe, a todo el ordenamiento jurídico de un Estado. Sin embargo, en los últimos años, como una profecía cumplida por las reflexiones y las alertas que ya anunciaba Thomas Kuhn (2015), podemos decir que la ciencia —para nuestro caso, la que estudia la Constitución— está viviendo un período de crisis. Y cuando ello ocurre, se genera —decía el pensador estadounidense Kuhn— una crisis en los paradigmas de determinada comunidad de académicos, además de que empiezan a gestarse otros nuevos paradigmas. Recuérdese que «paradigma» viene de la expresión del griego antiguo paradeigma, que significa para (junto) y deigma (ejemplo). Un paradigma significa el modelo o ejemplo de lo que una comunidad de académicos debe seguir. Si esos paradigmas no funcionan y se extiende su crítica en torno a dichos académicos, se genera una revolución científica. Hoy, por ejemplo, existe un declive del a) constitucionalismo clásico en occidente, al darse a nivel comparado un Estado de crisis (Bauman, 2017). Asimismo, desde hace décadas ha trepado otra corriente identificada por b) el neoconstitucionalismo, cuyos contenidos son, entre otros, i) una constitucionalización de los derechos; ii) una judicialización de los derechos vía sus correspondientes garantías (procesos constitucionales), y iii) una supranacionalidad de los derechos como consecuencia de una interpretación constitucional convencionalizada. Así también, c) la presencia de un llamado nuevo constitucionalismo levanta las banderas de reivindicaciones populares de un sector de académicos que se ubican bajo los predios de un socialismo del siglo xxi.
El caso es que, actualmente, la ciencia del derecho constitucional viene atravesando una real crisis como consecuencia de lo que la propia realidad desencadena a nivel planetario. Basta con dar una mirada a los regímenes políticos contemporáneos para observar a) constituciones con constitucionalismo, que corresponden a aquellos Estados constitucionales que ostentan la matriz liberal que desencadenó el constitucionalismo clásico y cuyas particulares características son la afirmación del principio kantiano de la dignidad de los derechos de la persona frente a todo el ordenamiento jurídico; su correspondiente tutela a través de un sistema idóneo de una jurisdicción constitucional con órganos independientes que sean los supremos intérpretes de la constitución, una separación de poderes, el imperio de la legalidad y constitucionalidad al que deben someterse todos los poderes del Estado, la soberanía como fundamento de legitimidad en el pueblo, el principio de laicidad. Asimismo, b) constituciones sin constitucionalismo —en las que existen lo que en términos latos es una «autocracia»— que regulan el diseño institucional del aparato del poder y que cumplen una función de coordinación entre los componentes de las élites en el poder y de cómo deben resolverse eventuales conflictos entre dicha estructura de poder. Se trata, anota Pegoraro y Rinella, de constituciones funcionales que resultan útiles para el grupo que ejercita el poder autocrático. Finalmente, c) constitucionalismo sin constitución formal, que es el caso del Reino Unido, pues, si bien ha sido el gran laboratorio del constitucionalismo moderno, además de que no cuentan con una constitución escrita formal, sí tiene un régimen propio del constitucionalismo liberal. A ello se debe agregar otros nichos que no han sido transitados con mayor profundidad, como son las teocracias y el constitucionalismo propios de los Estados islámicos, donde la constitución se encuentra subordinada a la ley divina (Shari´a), esto es, el derecho de la comunidad musulmana (Pegoraro y Rinella, 2008, pp. 165-187).
Como se podrá notar, la realidad supera al ideal epistémico de una ciencia, y con mayor razón si es de un terreno tan complejo como es lo vinculado a la política y lo político, pues, al fin y al cabo, la constitución pretende juridificar el poder. Esto ha motivado a que hoy la disciplina atraviese por momentos nada halagüeños, no solo en sus fronteras académicas, sino entre sus propios cultivadores.
Recientemente, Gustavo Zagrebelsky (2024) ha formulado una interrogante: si en verdad existen los «constitucionalistas». Al respecto, el expresidente de la Corte Constitucional respondió que sí y que, en Italia, por ejemplo, existe la gran Asociación Italiana de Constitucionalistas (AIC), la cual cuenta con casi quinientos miembros. Zagrebelsky ha discurrido una línea de reflexión al plantear algunos temas cruciales que nos parecen útiles abordar, dado que constituyen un problema que no solo sucede en Italia o España, sino también en América Latina. Específicamente en el Perú, se evidencia con más intensidad en los últimos años. El tema, por lo demás, no es nuevo, como veremos más adelante, puesto que ha sido también cuestionado en su momento en los predios de las ciencias sociales. Veamos lo que plantea en su interrogante el citado profesor de Turín:
¿No está acaso la ciencia de los constitucionalistas a su vez condicionada por una «selva» de asunciones a priori, presupuestos, principios inspirados en la metafísica, la ética, la filosofía de la historia, etc., que hacen, en su conjunto, polifónica e incluso, a veces, cacofónica? Si los constitucionalistas se interrogan sobre este punto, tendrían que registrar respuestas diferentes que girarían, precisamente, en torno a los fundamentos de sus visiones. (p. 30)
Luego, enfila una dura crítica y señala:
Una ciencia constitucional que no aspira a una orientación básica común, sino que se disuelve en muchas partes que están en conflicto entre sí, en primer lugar, se destruye a sí misma, ya que contradice su tarea de ser constitucional, y por lo tanto se hace, en su conjunto, impotente, inútil o útil sólo como un repertorio de argumentos polémicos, instrumentales, proporcionados a aquellos que los utilizarán para sus propios fines. En segundo lugar, una ciencia así destrozaría la propia Constitución, como punto focal unitario de la vida política y social común. Bajo este segundo aspecto, la frase de Schmitt está plenamente justificada: una ciencia de la Constitución dividida, divisoria, conflictiva, que discrepa sobre los propios fundamentos, no sólo es nula, sino que también es destructiva de su objeto. (pp. 31-32)
El jurista italiano expone que hoy el constitucionalismo y quienes lo integran han entrado en una dispersión de grupos y han empezado a abandonar sus raíces primigenias. En torno a esta diáspora, reflexiona lo siguiente:
Los constitucionalistas, en el sentido de estudiosos de la Constitución libremente comprometidos en la tarea común de nutrir con su reflexión la Constitución existente, [han dejado] de existir. El diablo —en el sentido literal de divisor, sembrador de discordia— se ha infiltrado en su entorno. Se han multiplicado en forma desmesurada los congresos, seminarios, mesas redondas, comisiones, volúmenes colectivos, sitios web, así como las asociaciones que operan en materia constitucional. Pero este hormigueo, que no ha cesado, sino que simplemente ha cambiado de referentes políticos, no es en absoluto un signo de vitalidad. Es más bien un signo de nuestra decadencia como depositarios de la ciencia constitucional. (p. 37)
Estas preocupaciones, que recientemente han sido objeto de reflexión por el otrora presidente de la Corte Constitucional de Italia, han empezado ya a manifestarse hace algún tiempo en el Perú. Una de las raíces tiene su causa por las posiciones ideológicas que vienen reagrupándose en una suerte de clubes o pequeños grupos autoconcebidos por ser los políticamente correctos en la disciplina de nuestros constitucionalistas peruanos.
El tema, como decíamos, no es nuevo, ya que hace más de un siglo fue formulado por Max Weber en su obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1905). En el presente, el deslinde epistémico entre imparcialidad y objetividad sigue teniendo vigencia. Weber discute la importancia de la «comprensión» en las ciencias sociales, al enfatizar que los sociólogos deben ser imparciales en su análisis, pero también reconocer que su interpretación puede estar influenciada por sus propios valores y contextos ideológicos. En el escrito de 1904, La «objetividad» del conocimiento en la ciencia social y en la política social, Weber (2014) expone que la ciencia social es una «ciencia de la realidad»:
[Q]ueremos comprender la realidad de la vida que nos rodea y en la que estamos inmersos en su peculiaridad, es decir, queremos comprender, por un lado, el contexto de sus fenómenos concretos en su forma actual y su significación en la cultura, y, por otro, el motivo de que hayan sido así y no de otra manera. (p. 17)
Traemos a colación estos precedentes de reflexión, aunque son muy antiguos, porque la profesión del jurista-constitucionalista igualmente marca la misma preocupación en la actualidad. El abogado-constitucionalista no solo tiene como centro de actividad la reflexión académica, que termina en una producción jurídica expresada en diversos productos (libros, artículos, ensayos, ponencias, etc.), sino también como abogado litigante de procesos constitucionales que son resueltos en la jurisdicción constitucional. A ello se suma que, en la actualidad, el espectro del mercado ocupacional se ha ampliado a asesorías en las entidades estatales, lo cual es algo normal y legítimo.
Los académicos-constitucionalistas suelen escribir constantemente artículos o ensayos. Es aquí uno de los principales puntos donde la objetividad y la imparcialidad ha venido decayendo, a partir de una posición política que resueltamente asumen estos académicos. ¿Es legítimo que el «nuevo constitucionalismo» predique posiciones que rompan con el «constitucionalismo clásico» o esta corriente es parte de la actual «crisis» de nuestra ciencia? ¿Se ha empezado a gestar un revisionismo histórico donde ya no cabe predicar las libertades, la democracia, la división de poderes y sí un auspicio frontal a una felicidad colectiva que predica el socialismo del siglo xxi?
Por otro lado, en los diversos regímenes políticos, los medios de comunicación suelen requerir del criterio de un «constitucionalista» para que ilustre y forme una corriente de opinión en la colectividad. Según como fuere el servicio profesional que esté prestando el abogado-constitucionalista, dice Zagrebelsky, «la ciencia de la que disponen los constitucionalistas se convierte en una cortesana a disposición de aquellos que detentan el poder político, económico y cultural donde pueden acudir fácilmente para justificarse» (p. 38). Con todo, hay una línea delgada a la que Zagrebelsky critica en cuanto a los constitucionalistas que hipotecan sus servicios a los gobernantes: «El punto más bajo al que llega el intelectual es cuando presta su cerebro, su inteligencia, su palabra al hombre de poder que le paga para escribir sus discursos, artículos de prensa, entrevistas» (p. 47).
En lo personal, considero que cada miembro de la comunidad de académicos que conforman nuestra legión de «constitucionalistas» tiene derecho a dar servicios a quien lo requiera; sin embargo, un constitucionalista cuyas raíces están en la ideología liberal —bajo el ropaje de un «nuevo constitucionalismo» que auspicie las banderas de un revisionismo histórico, al pretender llevar, con el ardid ideológico de una renovación moral de una sociedad de democracia decadente, a una democracia «participativa»— o sea un socialista que auspicie una felicidad colectiva, es un verdadero fariseo de las democracias contemporáneas. He ahí que, entre una ética de convicción y una ética de responsabilidad, el abogado debe cabalmente ser un profesional que afirme una ética de las consecuencias que puede traer el estar a favor o en contra de un régimen político que lleva al país a la ruina. Es verdad que las nuevas hornadas de juventud de constitucionalistas pueden sentir el hechizo de nuevas corrientes que pretenden reintroducir la felicidad colectiva como una noble meta frente a una presunta democracia decadente. No obstante, este es un viejo cuento chino que, desde las reflexiones primigenias de Karl Marx hasta la actualidad, se viene reciclando en nuevas corrientes. Cabe mencionar que la que ha llegado a los predios del constitucionalismo en Latinoamérica tiene un nombre: «nuevo constitucionalismo», semejante en parte a la década de los setenta en Europa del llamado «eurocomunismo»; igual el neomarxismo pretendió introducir en la teoría del derecho el llamado «uso alternativo del derecho». Ahora, si bien se debe respetar las convicciones políticas e ideológicas de los que profesan las corrientes del pensamiento marxista o neomarxista en sus diversos formatos partidarios o agrupaciones (ética de las convicciones), también es legítimo el respeto desde la otra orilla, de los que piensan en la ética de la responsabilidad que hablaba Weber. El gran dilema es que si seguimos así la comunidad de académicos se seguirá fragmentando, y entre académicos debe primar el espíritu de tolerancia. Justamente, Víctor Julio Ortecho Villena ha dado un ejemplo de tolerancia respecto a la libertad de pensamiento académico, puesto que, aunque él mismo ha sido un hombre de convicciones socialistas, en parte fue dejando estas por la demoledora realidad de lo que ha sido el socialismo real en todas las latitudes, donde prendió sus raíces y que solo ha dejado muerte y desolación (Courtois y Werth, 2021). Así, más allá de lo que pueda presentarse en los miembros de nuestra comunidad de constitucionalistas peruanos, un conflicto moral y un conflicto político, siempre debe preservarse el respeto a las convicciones morales (ética de la convicción); sin embargo, frente a este peso individual, somos de la opinión del demoledor peso de la ética de la responsabilidad. No es sensato, juicioso ni prudente que el país haga eco de países latinoamericanos que han caído en las garras del populismo socialista de autocracias que han yugulado el constitucionalismo de las democracias republicanas. En relación con ello, Max Weber (2017) señala lo siguiente:
Nosotros debemos tener claro que toda acción que se oriente éticamente puede estar bajo dos máximas que son radicalmente distintas entre sí y que están en una contraposición irresoluble: una acción pude estar guiada por la «ética de las convicciones de conciencia» o «por la ética de la responsabilidad». No es que la ética de las convicciones sea lo mismo que falta de responsabilidad y que la ética de la responsabilidad sea lo mismo que falta de convicciones. No se trata de eso naturalmente. Pero hay una diferencia abismal entre actuar bajo una máxima de la ética de las convicciones (hablando en términos religiosos: «el cristiano obra bien y pone el resultado en manos de Dios» o actuar bajo la máxima de la ética de la responsabilidad de que hay que responder de las consecuencias previsibles) de la propia acción. (pp. 135-136)
Por lo demás, la Asociación Peruana de Derecho Constitucional cobija actualmente, en términos de libertad de conciencia, a casi todos los que han podido cumplir con los requisitos de afirmar la vocación por el cultivo de esta compleja disciplina, que es el derecho constitucional y que persigue, al fin y al cabo, consolidar una democracia republicana próspera y de libertad, lo que no ocurre con las democracias participativas del socialismo del siglo xxi.
bibliogrAFÍA
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Bazzicalupo, L. (2015). La soberbia. Pasión por ser. Antonio Machado Libros.
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[1] Doctor en Derecho Público por la Universidad Santiago de Compostela. Profesor de Derecho Constitucional y Procesal Constitucional en la Universidad Nacional de Trujillo y la Universidad San Martín de Porres. Exmagistrado del Tribunal Constitucional del Perú. Código ORCID: 0000-0001-7133-353X. Correo electrónico: gerardoeto@gmail.com