Sobre el movimiento constitucional peruano[1]

Domingo García Belaúnde

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Al perseverante trabajo de Víctor Julio Ortecho Villena debemos la segunda edición revisada, corregida y ampliada de este libro titulado Derechos y Garantías Constitucionales, cuya primera edición data de 1985. La obra es comprensiva, en el sentido de incluir no solo los derechos, sino también las garantías constitucionales, es decir, las facultades que tienen todas las personas, y los medios o instrumentos jurídicos para la protección de aquellos. A la división originaria en dieciséis capítulos, el autor ofrece, en esta oportunidad, cuatro capítulos adicionales relacionados con problemas prácticos de aplicación del habeas corpus y del amparo, precedidos por uno de carácter general sobre el control y jurisdicción constitucionales. De esta suerte, Ortecho continúa en permanente revisión y actualización de una disciplina que ha renacido en el Perú en los últimos años, como consecuencia de la vigencia de una nueva Constitución.

Ventaja adicional de esta obra, cuyos méritos son innecesarios relievar, es que, a diferencia de otras, trata —en un gran cuadro panorámico— no solo los derechos y garantías, sino que incluye dos apéndices de suma utilidad: uno jurisprudencial y otro legislativo. Aquí, como en todo, es imposible estar siempre de acuerdo con el autor, por ciertas diferencias que existen y hacen saludable y ameno el debate académico. Así, a nuestro criterio, hubiera sido interesante hacer mayores reflexiones en torno a la excepción de inconstitucionalidad que se inició en el Perú en 1936, con el Código Civil de ese año (artículo XXII de su Título Preliminar); igualmente, consideramos que la parte llamada —clásicamente— garantías de la administración de justicia debe ser encuadrada como derechos de las personas en situaciones de proceso o procesadas; y, finalmente, la denominada por su autor como garantías para altos funcionarios debe englobarse en la categoría, algo más general y más aceptada, de juicio político o antejuicio, ya que en realidad se trata de un proceso constitucional del que en forma preferente gozan determinadas autoridades del Estado. En fin, se trata, por cierto, de matices que no desmerecen la obra, ni menos aún la hacen perder su valor intrínseco.

La obra tiene —parte de los méritos antes indicados— la virtud de ser sistemática, sumamente clara y ordenada, con un buen manejo de información y conceptos constitucionales que la hacen muy útil; más aún si se toma en cuenta que toda ella trasunta la influencia de determinadas corrientes humanistas y socialistas, cuyo foco de irradiación es la Francia de la segunda postguerra, que en su momento fue asumido por el Movimiento Social Progresista, tan activo e influyente, aunque extendió su partida de defunción hace ya algunos años. Esta influencia y este origen —su autor y su obra están vinculados al norte— la hacen no solo valiosa, sino también enormemente significativa, lo cual amerita, sin duda, algunas reflexiones adicionales.

Víctor J. Ortecho nació en 1933, en el Departamento de La Libertad, pero su formación y desarrollo, tanto intelectual como académico, se dio en la ciudad de Trujillo, desde donde continúa ejerciendo una notable influencia. Es abogado y ostenta dos doctorados, uno en Educación y otro en Derecho. Ha dictado diversos cursos, pero en la actualidad está vinculado, especialmente, a la docencia en Derecho Constitucional, en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Trujillo. Paralelo a la docencia, ejerce la profesión en la cual ha recibido el reconocimiento público de sus colegas: en el periodo 1972-1973 fue Decano del Ilustre Colegio de Abogados de La Libertad. En épocas más lejanas, desplegó cierta actividad política, que le deparó algunos sinsabores, y es —hasta la fecha— periodista en ejercicio. Su obra escrita es muy variada y se inicia en 1962, con un breve opúsculo a favor de Cuba. Entre los dedicados al campo jurídico hay que rescatar Las libertades públicas y el Habeas Corpus (1966); El derecho a la educación (1972); Los Seminarios en la enseñanza del derecho (1976), y Derecho Constitucional Peruano (1976), que tiene como trasfondo la anterior Carta de 1933.

Aparte de las anteriores consideraciones, todas de orden protocolar o académico, creo necesario resaltar mi alta estimación por la obra y la persona de Ortecho, a quien me une una fraterna amistad que se remonta a 1977 y que se ha mantenido sin alternaciones; antes bien, sucesivos encuentros, tanto en Lima como en Trujillo, no han hecho más que reforzar esta relación que, en parte, se ha nutrido de contrastes. Ortecho, por lo demás, forma con Sigifredo Orbegoso —otro de constitucionalista de fuste— lo que alguna vez, algo eufórico, denominé como escuela trujillana de derecho constitucional, sobre lo que volveré a hablar más adelante. Habría que agregar, como fruto de la labor de estos dos maestros, a Gerardo Eto Cruz, joven valor de la nueva generación, quien se ha iniciado en la docencia universitaria y está publicando trabajos constitucionales de muy destacada valía, influencia que, por cierto, se extiende a otros círculos y a vastos sectores de la juventud estudiosa trujillana, como es muy fácil constatar.

Ahora bien, lo importante del constitucionalismo trujillano —o si se quiere, lo significativo de su existencia— es precisamente su aislamiento. A ninguno de mis maestros, ni menos aún a los constitucionalistas limeños, e incluso a los que fungían de tales, escuché jamás hablar de la existencia de esta importante docencia y producción constitucional que existía en Trujillo. Fue sorpresivamente en Ciudad de México, en agosto de 1975, que conocí a Sigifredo Orbegoso, en el vestíbulo del Hotel «Suites Emperador», con ocasión del Primer Congreso Iberoamericano de Derecho Constitucional, reunido en la Universidad Nacional Autónoma de México, al cual ambos habíamos sido invitados. La relación que ahí entablé con Orbegoso —que persiste con idéntica perseverancia y lealtad— me puso de plano ante la existencia de esta actividad en el norte del país, la cual nosotros —los que trabajamos en Lima— desconocíamos por completo. Esto me hizo pensar seriamente en buscar en provincias a otros colegas, una travesía difícil, y no exenta de ciertas satisfacciones, que me fue muy útil, pero que no hizo más que comprobarme que, aparte de ciertas inteligencias individuales, solo se trabajaba seriamente, con persistencia y en equipo en Trujillo (por cierto, me refiero tan solo a la tarea constitucional en sentido académico). Posteriormente, viajé a Trujillo para dictar unas conferencias en el Colegio de Abogados y ahí conocí a Víctor Julio Ortecho. Esto fue en setiembre de 1977, luego de ser convocada una Asamblea Constituyente por el gobierno del general Morales Bermúdez, y en este viaje coincidimos Luis Sánchez, José Pareja Paz-Soldán y el autor de estas líneas. Los tres participamos activamente en este certamen organizado por el decano de entonces, Arnaldo Estrada Cruz, asimismo, fuimos incorporados como miembros honorarios del Ilustre Colegio de Abogados de La Libertad, distinción que me honra y que hasta ahora recuerdo con orgullo. En esta misma oportunidad, Ortecho sostuvo un diálogo muy punzante con L. A. Sánchez, quien montó en cólera por las acuciosas observaciones o atingencias que le hizo Ortecho, de lo cual da cuenta la versión magnetofónica que recogió la revista trujillana Hola (número 1, setiembre de 1977). En esa misma ocasión, tuvimos la grata oportunidad de conversar y debatir largamente con Ortecho sobre los más diversos problemas, en un diálogo que hasta ahora —sea en forma personal, por teléfono o epistolarmente— mantenemos. En la misma época, ingresó a acompañarnos a la Sección Peruana del Instituto Iberoamericano de Derecho Constitucional, donde ha aportado con su sapiencia, su experiencia y su don de gentes. Desde entonces, y gracias a Ortecho (así como a Orbegoso), ha sido posible un contacto permanente y fluido con el grupo trujillano, lo cual ha hecho factible un fructífero cambio de ideas, que se ha extendido a las nuevas jornadas universitarias.

En alguna oportunidad, al calificar los esfuerzos y la influencia tanto de Ortecho como de Orbegoso, en el norte, los califiqué de escuela trujillana de derecho constitucional, movido quizá por mi entusiasmo, por la tarea desempeñada y la obra realizada. Sin querer, tal denominación arrastraba, a la corta, otra: la existencia de una escuela limeña de derecho constitucional. Mi búsqueda en otros lugares del país me dieron la sensación de que, por encima de esfuerzos individuales y de publicaciones importantes —sobre todo en materia penal, civil y laboral—, los únicos centros geográficos de cultivo de materias constitucionales eran Lima y Trujillo. Ambos centros, sin embargo, se formaron paralelamente y sin ningún contacto entre sí. Este recién se inició en 1975, cuando conocí a Orbegoso, y se reforzó en 1977, desde entonces ha tenido un amplio como cumplido desarrollo. Pero, ¿cómo es que surge este movimiento, o esta escuela en Trujillo, casi sin antecedentes? La explicación quizá debe encontrarse dentro del contexto del desarrollo cultural y económico de Trujillo, y sobre todo en el hecho de que, no obstante su cercanía a Lima, no ha llegado a ser absorbida por esta (como ha sucedido, desde el punto de vista intelectual, con otras ciudades, como es el caso de Arequipa, pues sus figuras más representativas acabaron o acaban ejerciendo en Lima). Trujillo es una ciudad con tradición, tanto cultural como política (recuérdese los orígenes del APRA, tan bien estudiados por Klaren), y este desarrollo cultural abarcó al derecho, particularmente, al derecho constitucional. Aspecto también importante es el aislamiento de sus miembros, pues si bien Orbegoso y Ortecho empiezan a publicar en la década del sesenta, solo entran en contacto con la producción capitalina bien avanzada la década del setenta.

Como decía anteriormente, en algún momento hablé al referirme a los constitucionalistas trujillanos como una «escuela». Esto trae muchas complicaciones, por cierto, no menores. El tema me lo replanteé seriamente cuando en 1985 se empezó a hablar (Max Arias-Schreiber en especial) de la escuela civilista peruana, que José Antonio Silva Vallejo ha intentado delinear en sus grandes trazos de evolución histórica y características doctrinarias. Sin embargo, todo esto fue puesto en entredicho en una punzante polémica que inició un jurista de la nueva generación: Juan Monroy Gálvez. En ella intervinieron dos ponentes del nuevo Código Civil, maestros y publicistas destacados: Fernando de Trazegnies Granda y Fernando Vidal Ramírez. Monroy se pronunció en contra de la existencia de una escuela civilista; mientras que Trazegnies y Vidal defendían la tesis opuesta. La tesis de Monroy reposaba en una conceptuación célebre debida a Couture, según la cual la escuela la hacen maestros (no una o dos figuras, sino decenas de maestros); tradición (o sea, continuidad); jóvenes (con conciencia de su misión, que actúan en forma compacta y ofrezcan un solo frente hacia el exterior, dando así un sentido de masa), y principios (ideas fijas, claras, coherentes, llevadas hasta sus últimas consecuencias).

Siendo interesante el planteo de Couture, constatamos que resulta tan estrecho y peculiar que a la larga nos quedamos sin nada. Si seguimos este criterio, tan solo reconoceríamos a los glosadores y posglosadores, a la escuela de la exégesis, a la escuela histórica y alguna que otra más. Así, por ejemplo, si aplicamos el concepto couturiano a Platón, resultaría la inexistencia de una escuela platónica. En efecto, como se sabe, Platón nació en Atenas, donde en rigor no existía tradición filosófica. Toda la filosofía previa había sido griega, pero colonial o periférica, no había sido ateniense. Su maestro Sócrates no escribió nada, se duda incluso de que hubiera tenido doctrina alguna; más bien, como dice Zubiri, más que filósofo, Sócrates fue una existencia filosófica. Platón aprovechó una tradición que no era ateniense, sino que existía en el mundo cultural de la época. Por lo demás, en su famosa Academia, Platón fue maestro único, la tradición empezó con él y no admitió discrepancias en el seno de la escuela. El único que la tuvo, y en grado sumo, fue Aristóteles, quien la expuso tan solo cuando, tras veinte años de platónico, se retiró de la Academia para formar su propia escuela: el Liceo.

En otros campos vemos algo parecido. Así, en el psicoanálisis, si bien con antecedentes, Freud trabajó solo y solo formó a su gente, a la que reunía en su casa de Viena, que era al mismo tiempo su consultorio. Creó su propio centro de estudios y un amplio discipulado; elaboró un cuerpo de doctrina, pero cuando hubo algunos que crecieron mucho, terminaron apartándose de la escuela (casos de Adler y de Jung). En el derecho, Kelsen es conocido como fundador de la escuela de Viena, donde desarrolló un amplio discipulado en torno de la teoría pura del derecho y sus aplicaciones, aun cuando no faltaron, desde muy temprano, voces disidentes al interior de la escuela. Pero Kelsen trabajó rompiendo una tradición, impuso un sistema de ideas y acabó ejerciendo una amplia influencia en el mundo jurídico de su época y la posterior.

En nuestro continente, es singular la posición de la escuela ecológica del derecho, fundada por Carlos Cossio. Como se sabe, esta escuela carece de precedentes en la Argentina, se ha desarrollado de manera totalmente ortodoxa, pero ha tenido una vasta influencia y repercusión, acentuada a partir de los que se apartaron del maestro (Gioja, Goldschmit, Carrió) o de quienes incursionaron en la heterodoxia egológica (Vilanova). Parece, pues, que la definición de Couture, siendo sugestiva, resulta a la larga negando demasiadas posibilidades.

En rigor, la escuela debería ser fundamentalmente: maestro (o maestros), discípulos y un cuerpo de doctrina que se sigue. En tal sentido, podríamos abarcar y comprender muchas cosas. Así, Julián Marías ha podido hablar de una escuela de Madrid (que parte de Ortega y Gasset), e incluso comprender la existencia de escuelas, aun cuando no utilicen ese nombre (tal es el caso del positivismo lógico, elaborado en el período de entreguerras por el llamado Círculo de Viena y capitaneado por Moritz Schlick).

Al lado del término escuela, sería bueno tener presente el de movimiento. Este vocablo es más amplio y, en consecuencia, más comprensivo. Supone, por cierto, uno o más fundadores o maestros que inicien una idea o una doctrina, y requiere de seguidores que fundamentalmente agiten el ambiente intelectual sobre la base de ciertas ideas matrices, enfoques o métodos. Esto lo vemos claro, por ejemplo, en la fenomenología, fundada por Husserl, donde sus más preclaros discípulos no fueron seguidores incondicionales del maestro (como es el caso de Heidegger). Incluso, a veces, no es necesario ni siquiera el contacto personal (Scheler, que aplicó la fenomenología al mundo de los valores, no conoció personalmente a Husserl). Claro está, hay movimientos más cohesionados que otros, más creadores unos que otros, con más o menos maestros, con más o menos discípulos, pero siempre existe un cuerpo mínimo de ideas, de enfoques y, a veces, de métodos. A diferencia de la «escuela», el movimiento goza de una mayor plasticidad doctrinaria y no mantiene una rigidez agresiva frente al exterior, que es lo que, por lo general, caracteriza a la mayoría de las escuelas.

¿Cómo podríamos aplicar estas ideas a la escuela civilista peruana, de la cual se ha hablado tanto en los últimos tiempos? Es evidente que en el Perú, desde muy temprano, hubo derecho civil y civilistas; como son notorios, en el siglo pasado, la obra de Vidaurre y la de Pacheco. Pero, sin desconocer el talento y la formación de ambos, es difícil decir que crearon un cuerpo de doctrina o, aún más, que tuvieron discípulos (lo cual es influencia en las generaciones posteriores). En el Perú de los últimos cincuenta años, ha existido abundancia de cátedras e investigaciones en materia civil, pero las monografías y los artículos de nota son muy pocos como para hacer escuela. A nivel general, y dejando de lado la obra meritoria de algunos magistrados y legisladores (como es el caso notable de Olaecha), descolla de manera relevante Ángel Gustavo Cornejo, que emprendió el comentario del Código Civil, primero el de 1852, luego el de 1936, pero a un nivel de manual. Es tan solo José León Barandiarán el que emprende una obra sistemática, rigurosa, moderna, sobre todo a partir del Código Civil de 1936 (seguido a cierta distancia por Jorge E. Castañeda). León forma mucha gente e influye en gran cantidad de abogados, jueces, alumnos e investigadores. Pero en rigor no forma ninguna escuela, aun cuando muchos se sientan inspirados o guiados por su obra. El más cercano discípulo de León es, sin lugar a dudas, Carlos Fernández Sessarego, pero su obra discurre por carriles distintos a los del maestro. Y luego, a raíz de la promulgación del Código de 1984, la obra civilista aumenta, en forma individual y meritoria, pero no en manera orgánica, disciplinada y uniforme como lo sería una escuela. Más bien, habría que hablar de un movimiento civilista peruano, calificación que me parece más exacta, y cuya valorización habrá que hacer en su oportunidad.

En materia constitucional, la situación es algo más precaria. La figura descollante en este campo durante el presente siglo es, indudablemente, Manuel Vicente Villarán, de tan vasta como fructífera influencia. Villarán se dedicó a la cátedra durante largos años; nos puso al día sobre las novedades existentes, tanto las doctrinarias como las legislativas (pues incluso tradujo muchos textos que tuvieron una gran acogida); escribió infinidad de artículos, textos y monografías; confeccionó el anteproyecto de Constitución de 1933, y tuvo además una activa vida política en diversos períodos de su larga existencia. Pero, en rigor, no formó escuela. Incluso sus más logrados discípulos no llegaron a constituirla (César Antonio Ugarte murió joven, León Barandiarán se dedicó muy pronto al derecho civil, y Víctor Andrés Belaúnde fue ganado por la historia, la filosofía y el derecho internacional).

Ya en otro nivel y con posterioridad, deben verse las contribuciones de Raúl Ferrero Rebagliati —en el campo general— y José Pareja Paz-Soldán, entregado a la problemática peruana. Ambos se dedicaron seriamente a su campo durante largos años, escribieron artículos y textos universitarios, pero no formaron escuela. Tampoco lograron cuajar un movimiento constitucional peruano —que en embrión lo dejó plasmado Villarán—, lo cual en parte debe atribuirse a la dispersión académica de Ferrero y a las continuas ausencias del país de Pareja, debido a las misiones diplomáticas que se le encomendaron. A ello hay que agregar que tampoco el momento político en que vivieron los favoreció.

Todo esto varía, pienso yo, a fines de la década del sesenta y principios de la década del setenta. En ese momento el campo estaba prácticamente desierto. La crisis de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM) neutralizaba la influencia de Darío Herrera Paulsen y de su más cercano discípulo, Alfredo Quispe Correa. Es en 1968, y más en concreto en 1970, cuando me inicio en la docencia en Derecho Constitucional peruano —Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP)— con un nuevo enfoque, con nuevos temas y con metodología más rigurosa, más apegada a los casos concretos que a las grandes divagaciones teóricas. Durante algunos años, favorecido —o desfavorecido— por el ambiente negativo al constitucionalismo que engendró el gobierno militar, dediqué largas horas al estudio, a la divulgación de temas constitucionales y a orientar a la gente joven. La convocatoria a una Asamblea Constituyente en 1977, y las posteriores elecciones y cambio de mando en 1980, con la reinstalación del régimen institucional, hizo el resto. Desde entonces ha florecido un inusitado interés por el derecho constitucional. Hay ya varios manuales sobre la Constitución y, sobre todo, gran cantidad de artículos y textos monográficos, que merecen un balance en su oportunidad. Incluso la gente joven, con la cual me unen muchos vínculos, por ser egresados de la PUCP, se juntaron bajo la dirección de Francisco J. Eguiguren y editaron un colectivo de ensayos sobre la problemática constitucional, de extraordinario interés (no obstante la presencia, por demás inevitable, de alguno que otro texto algo flojo). Igual puede decirse, en el nivel de las tesis universitarias, que hoy en día superan a las dedicadas al derecho civil, y entre las que hay que mencionar algunas recientes como las de César Landa, María del Rosario Pacheco Barandiarán, Piedad Pareja Pflucker y Cecilia Esparza, que no figuran en el colectivo preparado por Eguiguren. Todo esto centrado en la Pontificia Universidad Católica del Perú. En la Universidad de San Marcos, los nuevos tiempos han favorecido los estudios constitucionales, bajo la acertada conducción de Alfredo Quispe Correa, con algunos jóvenes que empiezan a producir (como es el caso de Luis Sáenz). Por otro lado, se ha celebrado recientemente (noviembre de 1987) el Primer Congreso Nación de Derecho Constitucional, en la sede de la Universidad de Lima, bajo la dirección de Jorge Power Manchego-Muñoz, que junto con Alberto Borea Odría y José F. Palomino Manchego destacan nítidamente en este centro estudios por sus trabajos en materia constitucional.

En otras palabras, en la actualidad existe un movimiento constitucional en Lima, cuyo núcleo más representativo radica en la Universidad Católica, al que sigue en grado de importancia la Universidad de Lima y, en forma incipiente, la Universidad de San Marcos (sin desmerecer algunos esfuerzos individuales existentes en otros centros de estudios). Este movimiento está constituido no solo por aquellos que estudian, investigan y publican, sino también por los que se dedican con entusiasmo a la docencia o lo hacen a través del periodismo y la política.

A continuación, se presentan algunas características generales de este movimiento:

a) Su relativa pertenencia a un mismo núcleo generacional o, en todo caso, muy cercana coetaneidad.

b) Su enfoque moderno en la metodología, en el tratamiento de problemas nuevos y en el manejo de fuentes adecuadas.

c) El tratamiento riguroso de los problemas, es decir, huir de la retórica, para dar un mayor énfasis al análisis.

d) Una filosofía abierta, plural, que inspira sus trabajos, de índole marcadamente democrática en lo ideológico.

e) Percepción de una influencia no solo de los problemas nacionales, sino de la literatura europea continental, en especial, la española (y en menor grado, la francesa y la italiana), así como de la argentina (y en menor escala, de la mexicana).

Este grupo limeño, que empieza a gestarse en los inicios de la década del setenta, se caracteriza, entre otras cosas, por haber prescindido —de muy buena fe y por razones cronológicas— de los que escribieron, pensaron o enseñaron antes de 1968. Mención especial merece Alfredo Quispe Correa, quien siendo mayor que todos ellos ha sabido insertarse, con verdadero espíritu de maestro, en este nuevo movimiento, que adicionalmente conoce del contacto personal y del diálogo franco y directo, por encima de diferencias o discrepancias, muchas veces de detalles, no necesariamente sobre las grandes concepciones.

A este movimiento limeño, el grupo trujillano ha sabido incorporarse sin desenfado alguno, iniciando así entre ambos grupos un diálogo abierto, fecundo, creador.

¿Qué podríamos decir, en conclusión, después de lo expuesto? Sin lugar a dudas, no hay ni ha habido, por lo menos en este siglo, una escuela constitucional peruana. Villarán, con su gran formación y su inmenso talento, formó un movimiento, muy vasto, que hubiera podido convertirse en escuela. Luego de él se sucedieron esfuerzos y tareas individuales, pero escasas. Recién en la década del setenta empieza un nuevo movimiento, radicado en Lima, y más en concreto en la Universidad Católica. Al entrar en expansión, tomó contacto con los constitucionalistas trujillanos, que estaban trabajando, con seriedad y rigor, desde mucho antes. Pero este encuentro fue sin rivalidades, sin asperezas ni mezquindades. Por el contrario, ha contribuido a consolidar el movimiento constitucional peruano, dando así un sentido de continuidad a la cultura jurídica del país. Convencionalmente, podríamos decir que este movimiento constitucional —que bien podría convertirse en escuela en un futuro— está integrado por dos grupos: el de Lima y el de Trujillo.

Por esto es que veo con enorme satisfacción la obra de quienes como Ortecho, no obstante todas las vicisitudes, ha tenido la virtud de perseverar en el campo, en continua superación. Que estas líneas prologales mías, sirvan como testimonio de mi más alta estima personal e intelectual, y como símbolo de comunidad académica entre el grupo de Trujillo y el de Lima.



[1] Publicado originalmente en Derechos y garantías constitucionales de Víctor Julio Ortecho Villena. La Revista Peruana de Derecho Constitucional agradece al doctor Domingo García Belaúnde por autorizar la publicación del presente artículo.