Inconstitucionalidad de la ley[1]
Edilberto C. Boza
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El derecho público reconoce la necesidad de que sus preceptos no sean vulnerados por disposiciones más o menos transitorias de los poderes Legislativo y Ejecutivo, cuyas facultades están limitadas por el Poder Constituyente, que es el supremo de todos. Se parte de la base de que el código fundamental, manifestación de la voluntad soberana, no debe quedar a merced de los caprichos políticos de una mayoría legislativa, ni de los antojos interesados de un mandatario. De allí que los estatutos de los países de gobierno representativo impongan para ser reformados más condiciones de las señaladas para expedir las leyes ordinarias.
Casi todas las constituciones procuran su defensa: requiriendo promesa de cumplimiento, castigando su infracción, autorizando al Ejecutivo para observar o vetar la ley o imponiendo para su reforma condiciones más exigente. Pero la experiencia ha demostrado que estas medidas preventivas son insuficientes.
Cuando un precepto de la Constitución se halla en colisión con una ley, no todos los Estados resuelven el caso del mismo modo. La primera cuestión que se presenta es determinar el poder o autoridad que debe ejercer tal función declarando, en su caso, que se han vulnerado los mandatos de la carta política, y que la ley propuesta es anticonstitucional. ¿Se puede pensar en la elección de un poder especial a quien encomendar esta misión? Esto traería graves inconvenientes: ¿quién designará, en efecto, este nuevo poder? ¿Cómo estaría controlado? Ni el Legislativo ni el Ejecutivo pueden encargarse de hacer la declaratoria de inexequibilidad de la ley porque esto sería contrario al derecho constitucional. No el primero porque, aparte de la exaltación con que se sostienen los debates en las Cámaras, ha provocado el conflicto expidiendo la ley que se tache de anticonstitucional. No el segundo, por sus tendencias absorbentes, porque la política con todas sus pasiones predomina en las esferas gubernamentales y porque casi siempre habría interés en no descontentar al Legislativo. Corresponde, pues, al Poder Judicial, representado por la Corte Suprema, ejercer la facultad de declarar la exequibilidad o inexequibilidad de las leyes; lo que puede hacer con imparcialidad y eficiencia por su alejamiento de las influencias políticas, porque nada tiene que esperar de los otros poderes y porque para el ejercicio de tan elevada función reúne preparación técnica y vasta experiencia jurídica.
Por lo demás, la experiencia de dicha facultad está en armonía con los fundamentos sociológicos de las modernas nacionalidades. La soberanía reside esencialmente en la nación: es inalienable e imprescriptible, y es ella que por acto constituyente marca las normas y señala la pauta cómo deben ejercer en su nombre aquella soberanía los Poderes del Estado que reciben propiamente su mandato. Cuando se dicta una ley anticonstitucional, el Legislativo ha desempeñado el papel de un mandatario infiel. Y entonces, vulnerado un precepto constitucional, es necesario evitar el daño individual o social declarando la inexequibilidad de la ley. De allí la intervención de la Corte Suprema encargada de mantener la integridad de la Constitución.
El presidente de la Corte Suprema del Perú, el doctor Washburn, decía en la apertura del año judicial de 1925:
Entre nosotros que ha ocurrido y ocurre la expedición de leyes anticonstitucionales, precisa esa medida de guarda y protección a la integridad del Código Fundamental, invistiendo a la Corte Suprema de la facultad de declarar la exequibilidad de la leyes y decretos. Así habremos dado un gran paso en la vía de las garantías constitucionales; teniendo la profunda convicción de que el Tribunal Supremo llevaría con altura su nueva función como lo demuestra la ejecutoria suprema de 26 de agosto de 1920, en la que, resolviendo un caso particular, declaró que la Constitución prevalecía sobre una ley secundaria que le era opuesta.
En los estados parlamentarios, el Congreso es el único intérprete de la Constitución, de modo que en todos ellos la ley se presume constitucional, aun cuando no lo sea. Tal es en principio del sistema que rige en Inglaterra, España, Italia, Francia y Uruguay. En los tres primeros países hay identidad absoluta entre el Poder Constituyente y el Legislativo; la ley tiene fuerza constitucional. En los otros existe distinción respecto de la manera de expedir los actos que emanan de cada uno de dichos poderes, pero en la práctica el procedimiento para efectuar reformar constitucionales —como ocurre en Francia— «ha hecho virtualmente omnipotente al Parlamento», no teniendo su autoridad más restricción que la de serle prohibido cambiar la forma republicana de gobierno. Las Cámaras no pueden alterar las leyes constitucionales en la forma de una ley ordinaria, pero si están de acuerdo, pueden hacerlo en Asamblea Nacional[2]. Y, aún tratándose de leyes anticonstitucionales, no le es permitido al juez desechar su aplicación. Así lo ha venido sosteniendo la Corte de Casación francesa desde el 11 de mayo de 1833, según observa Laurent. De acuerdo con las ideas del Tribunal de Casación, Planiol opina que una vez votada la ley y promulgada no existe poder alguno que tenga la facultad de juzgarla y anularla.
Hay estados que, sin tener forma parlamentaria, como los presidenciales, no proveen por la vía judicial a la defensa de sus constituciones. Chile, Ecuador y Perú emplean procedimientos indirectos. La interpretación de la Constitución está confiada al Congreso. La Corte Suprema de Chile, en informe producido con motivo de duda sobre la inconstitucionalidad de una ley, ha dicho: «El juicio supremo del legislador, de que la ley que dicta no es opuesta a la Constitución, disipa toda duda en el particular y no permite retardos o demoras en el cumplimiento de sus disposiciones». Sin embargo, surge siempre una dificultad de derecho, que está ligada con la administración de justicia: un acto del Congreso manifiestamente violatorio de la Constitución ¿es o no una ley? Si es ley debe aplicarla el Poder Judicial; pero en caso negativo no lo obliga. Luego, no basta que el legislador dicte un precepto para considerarlo encuadrado dentro de la norma constitucional. El Poder Judicial no podrá tachar el acto legislativo, en lo que concierne a la forma de su expedición, pero sí respecto a su contenido en relación con la ley fundamental. La Constitución del año 1925, en su artículo 86, permite a la Corte Suprema declarar inaplicable, en los casos particulares de que conoce, cualquier precepto legal contrario a la Constitución.
Los estados unidos, que por disposición expresa autorizan a los tribunales para juzgar la inconstitucionalidad de la ley, son: Colombia, Noruega, Grecia, Bolivia, Costa Rica y Paraguay. Grecia y Noruega son los únicos estados europeos que expresamente facultan al Poder Judicial para apreciar la constitucionalidad de las leyes y desecharlas en caso de inconstitucionalidad. El artículo 29 de la Constitución del Paraguay establece: «Toda ley o decreto que esté en oposición a lo que dispone esta Constitución queda sin efecto y de ningún valor». El artículo 37 de la Constitución de Cuba declara nulas «las leyes y por consiguiente las disposiciones de carácter legal que disminuyan, restrinjan o adulteren los derechos que la Constitución garantiza». La ley de 31 de marzo de 1903 concede recurso de casación para reclamar contra la aplicación en juicio de una ley, decreto o reglamento contrario a la Constitución. En Costa Rica, ninguna autoridad judicial puede aplicar las leyes o decretos contrario a la Constitución (29 de marzo de 1887). El artículo 111 de la Constitución Boliviana de 1880, que reformó las del 71, señala en su inciso 2 como atribución de la Corte Suprema: «Conocer en única instancia de los juicios de puro derecho, cuya decisión depende de la constitucionalidad o inconstitucionalidad de las leyes, decretos y cualquier género de resoluciones». Y según el artículo 138, la citada Corte está obligada a dejar de aplicar en sus fallos las leyes o disposiciones contrarias a la Constitución, aun cuando no declare su inconstitucionalidad. En Colombia, el periodo actual está caracterizado por la reforma constitucional de 1910 y por la creación de la jurisprudencia contenciosa administrativa a la que está confiada la anulación de los actos de las autoridades administrativas violatorias de la Constitución, de las leyes o lesivos de los derechos civiles. Son atribuciones de la Corte (art. 41), decidir definitivamente: a) sobre la exequibilidad de los proyectos de ley objetados por el gobierno como inconstitucionales; b) sobre la exequibilidad de las leyes acusadas ante ella como inconstitucionales; c) sobre la exequibilidad de los decretos ejecutivos acusados por igual motivo. Los fallos que expide el Alto Tribunal tienen la autoridad de cosa juzgada que nadie puede revisar. Solo la constituyente podrá hacer revivir la disposición declarada inexequible. La misma Corte carece de jurisdicción para considerar y resolver de nuevo la constitucionalidad de un precepto decidido por ella.
Todos los estados federales del Nuevo Continente confieren al Poder Judicial la facultad de aplicar la Constitución de preferencia a cualquiera ley. Venezuela, en su Constitución de 1928, entre otras atribuciones de la Corte Federal y de Casación, señala la de «Declarar la nulidad de las leyes nacionales o de los Estados cuando colidan con la Constitución de la República» (art. 120, inc. 9). México contiene análoga disposición, pero la nulidad surte sus efectos solo para el caso especial sobre que versa el proceso sin hacer ninguna declaración general respecto de la ley o acto que lo motiva: «Los Tribunales de la Federación resolverán toda controversia que se suscite: 1° Por leyes o actos de cualquiera autoridad que violen las garantías individuales» (art. 101 de la Constitución). «Todos los juicios de que habla el artículo anterior se seguirán a petición de parte agraviada, por medio de procedimientos o formas del orden jurídico, que determinará la ley. La sentencia será siempre tal, que sólo se ocupe de individuos particulares, limitándose a protegerlos y ampararlos» (art. 102). En Brasil, el Supremo Tribunal interpreta la Constitución juzgando, en casos especiales, si son constitucionales o no las leyes del Congreso. En la República de Argentina, la ley de 16 de octubre de 1863, reglamentando el artículo 100 de la Constitución, dice que uno de los objetos de la justicia nacional «es sostener la observancia de la Constitución Nacional, prescindiendo al decidir las causas, de toda decisión de cualquiera de los otros poderes nacionales que esté en oposición con ella». El artículo 31 de la carta fundamental establece: «Esta Constitución, las leyes de la nación que en su consecuencia se dicten por el Congreso y los tratados con las potencias extranjeras, son la ley suprema de la nación; y las autoridades de cada provincia están obligadas a conformarse a ella, no obstante cualquiera disposición en contrario que contengan las leyes o constituciones provinciales, salvo para la provincia de Buenos Aires y tratados ratificados después del pacto de 11 de noviembre de 1859». El precepto que acabamos de trascribir concuerda con el artículo 4, sección 2 de la Constitución de la República Norteamericana. Ni la Constitución argentina ni la de los Estados Unidos confieren autoridad expresa a los Tribunales para declarar que una ley del Congreso está en conflicto con la Constitución, no obstante, lo cual, siempre se ha ejecutado esa facultad y se continuará seguramente ejecutándola. En los Estados Unidos no ejercen dicha función controladora los jueces ordinarios, sino las Cortes o Tribunales Superiores, como lo hace notar el antiguo presidente de la Corte Suprema de Connecticut, Honorable Simeón E. Baldwin. Tachada una ley anticonstitucional, la Corte Suprema espera que el proceso se someta a su jurisdicción y si la encuentra en oposición con la ley fundamental se abstiene de reconocerle eficacia, lo que equivale a su derogación, por la fuerza del precedente en los pueblos sajones. La Corte Suprema no declara de oficio la inconstitucionalidad de la ley, sino cuando es acusada en un juicio. Y de este modo —como observan los doctores Lawrence Lowel y M. V. Villarán en su libro anteriormente citado— «la Corte Suprema ha tenido papel importantísimo en el desarrollo, por vía de interpretación, de la Constitución Americana, definiendo el alcance de sus preceptos, con frecuencia breves o deficientes, y adaptándolos a las nuevas situaciones creadas por el portentoso desarrollo de los intereses, la riqueza y las relaciones sociales y políticas del país, con ocasión de simples controversias judiciales en que se hallan comprometidos, al parecer, simples intereses privados».
La legislación peruana carece de medios efectivos para defender la inviolabilidad de los principios contenidos en la carta fundamental de la nación. Basta enunciar que la interpretación de las leyes es atributo exclusivo del mismo poder que las dicta (art. 83, inc. 1 de la Const.). Nadie puede ejercer funciones públicas si no jura cumplir la Constitución (art. 15) que, de acuerdo con sus preceptos, es la ley suprema del Estado (art. 160); producido un acto legislativo contrario a la Constitución no hay propiamente una autoridad facultada para declarar su inaplicabilidad. La Corte Suprema, en la recordada ejecutoria de 26 de agosto de 1926, ha establecido que, en caso de contradicción entre la Constitución y la ley, prevalece la primera; pero esta declaración, con ser una medida plausible, puede dar lugar a fallos contradictorios sobre la validez de una misma disposición legal; inconvenientes que no ocurrirían si se confiere a la Corte Suprema la potestad de declarar, en cada caso controvertido, la inaplicación de la ley inconstitucional. Si este es el procedimiento que adoptan las democracias mejor organizadas contra las extralimitaciones del Poder Legislativo y la inmoderada influencia del Ejecutivo en el Perú, las mismas vicisitudes políticas, porque ha atravesado y atraviesa nuestro país en el curso de su vida independiente, acuerdan a esta institución singular importancia y hacen indispensable su incorporación entre las reformas que debe sancionar el Congreso Constituyente.
Los estados que mejor han encarado y resuelto el problema de la inconstitucionalidad de las leyes se han pronunciado a favor de la intervención del Poder Judicial encomendando tan delicada función a los Tribunales Superiores, a las Cortes Federal o Suprema. Si el Poder Ejecutivo tiene la facultad de observar las leyes, es incomprensible que la Corte Suprema no se halle capacitada constitucionalmente para mantener la integridad de la carta fundamental y declarar, en su caso, las leyes violatorias de sus principios. La aptitud jurídica, el dominio de la técnica legislativa lo poseen los miembros del Poder Judicial por razón de preparación y de disciplina. El Poder Legislativo, en el que pueden predominar los caprichos políticos de una mayoría o la presión de un mandatario, es también susceptible de incurrir en errores provenientes de su falta de especialización. En cambio, los magistrados alejados de influencias políticas y acostumbrados a interpretar las leyes para su acertada aplicación se hallan menos expuestos al error; y en todo caso si la ley tachada de anticonstitucional refleja la opinión del país puede aprobarse en una nueva legislatura y reformar el principio al cual se opone. Esta atribución trascendental que se confiera a la Corte Suprema debe estar complementada por otras disposiciones que determinen su independencia económica y electiva.
El profesor Duguit, refiriéndose a esta gran institución, eminentemente protectora de la libertad individual y de la independencia de los ciudadanos, decía en una de sus lecciones dadas en la Universidad de Columbia:
No bastan contra la arbitrariedad del Estado garantían preventivas; son necesarias aun, si así puedo hablar, garantías represivas.
[…]
Estas garantías no pueden residir más que una alta jurisdicción de reconocida competencia, cuyo saber e imparcialidad estén a cubierto de toda sospecha y ante cuyas decisiones se incline todo el mundo, gobernantes y gobernados, y hasta el mismo legislador; competencia, digo, capaz de decidir si la ley hecha es conforme o contraria al derecho, y para anular las leyes ilegales.
[…]
En los Estados Unidos todos los tribunales de justicia tienen competencia para apreciar la constitucionalidad de las leyes invocadas ante ellos, y cuando el Tribunal Supremo ha decidido que no aplicará una ley porque la juzga anticonstitucional, es decir contraria al derecho superior que se impone al Estado legislador, aun cuando no sea más que una decisión, en caso concreto, todo el mundo la acata, el primero el Congreso; y aunque la ley no se anulada, caduca ipso facto[3].
Pero la facultad que se dé a la Corte Suprema debe precisarse tanto en lo que se refiere a su amplitud como en lo que concierne al procedimiento para dictar sus fallos. En cuanto a la tramitación, el término para resolver cada proceso tiene que ser breve sin admitir incidentes ni artículos previos. La decisión deberá ser tomada por el Tribunal reunido en sala plena, previa la ponencia hecha por uno de sus miembros designado al efecto. En cada proceso será necesario determinar con claridad la disposición que se acusa y el precepto constitucional que se estima violado. La Corte no podrá de oficio extender su resolución, sino a las disposiciones atacadas. En las controversias, si la ley que ha de aplicar es inconstitucional, entonces se limitará a desecharla sin pronunciarse sobre su nulidad. La jurisdicción del Tribunal no comprenderá las leyes aprobatorias de tratados públicos internacionales, leyes o decretos derogados o decretos que no sean de carácter nacional. Las sentencias de nulidad no afectarán tampoco los casos juzgados con la ley inconstitucional, salvo que sea favorable a los reos en materia criminal. Por último, las funciones de la Corte deberán limitarse a examinar si las disposiciones de la ley acusada violan o no preceptos constitucionales: mas no a decidir si la voluntad soberana del cuerpo legislativo, manifestada en forma de ley, se ha ajustado en cuanto a su expedición a las normas constitucionales.
Con este sistema habremos avanzado no poco en la defensa de los derechos individuales contra la intervención legislativa del Estado, dando sanción legal al principio de que las Cámaras no pueden alterar la ley fundamental de la nación —que es superior e inviolable— en la forma de una ley ordinaria.
Lima, 1931
[1] La Revista Peruana de Derecho Constitucional agradece y cumple con dar los créditos a la Revista del Foro, del Ilustre Colegio de Abogados de Lima, en la que originalmente se publicó el valioso trabajo de Edilberto C. Boza, que ahora ha alcanzado la categoría de dominio público por haber transcurrido más de setenta años desde la muerte del autor. Concretamente, el trabajo se publicó en la siguiente edición: Revista del Foro, órgano oficial del Colegio de Abogados de Lima, año XVIII, números 1-12, enero-diciembre de 1931, pp. 16-21.
[2] Los Gobiernos de Inglaterra, Francia y Estado Unidos por A. Lawrence Lowell y M. V. Villarán, p. 111.
[3] León Duguit – Soberanía y Libertad, p. 91.